Jaque al rey
Es necesario hacer un poco de historia para levantar después la imagen de una situación y sus consecuencias. Me ahorro decir que este análisis está desprovisto de otra intención que no sea la de dejar las cosas en su sitio.En aquel verano de 1976, los españoles y el mundo entero recibimos la sorpresa de que el Rey había designado presidente del Gobierno a Adolfo Suárez, quien, previamente, había figurado, como establecía la ley vigente, en una terna del Consejo del Reino. Sus compañeros de aquella terna fueron Federico Silva y Gregorio López Bravo. El que obtuvo menor porcentaje de votos de los consejeros del Reino fue, precisamente, el designado presidente del Gobierno. La carrera política de Adolfo Suárez fue meteórica a partir de la muerte del general Franco. Carlos Arias le nombró ministro del Movimiento en el primer Gobierno de la Monarquía, y él sabrá por qué, si es que quiere contarlo alguna vez. Lo que ocurrió hasta ese momento es que Adolfo Suárez era un personaje político en promoción y con muchas ambiciones, muy distante de aquellos que encabezaban el escalafón de la política. Solamente a Adolfo Suárez se le ocurría ser ministro; pero a nadie más. Y ni siquiera a Adolfo Suárez se le pasó por la cabeza ser presidente. Esto habría sido demasiado. Fue uno de esos jóvenes protegidos por el ala más dura y menos liberal del Régimen, a través de los cargos secundarios de gobernador o director general. El propio Fernando Herrero me dijo a mí mismo en la intimidad de su despacho que le hacía vicesecretario general del Movimiento por una obligación íntima, y nunca porque pensara en que era justo y obligado ofrecerle aquella función. Adolfo Suárez tenía unas excepcionales condiciones para la intriga, y un trato sencillo y encantador para los superiores. Alfredo Sánchez Bella cuenta con naturalidad el método como fue obligado a nombrarlo director general de la Televisión, en 1969.
No había, por todo ello, ningún precedente, o ninguna nota, de categoría cultural o política específica para poner sobre sus hombros la tremenda responsabilidad histórica de hacer un cambio hacia la democracia desde un régimen personal, con un cuadro peculiar de instituciones sin ningún parecido con los sistemas políticos europeos. Por eso fue la gran sorpresa. Habían prevalecido las dotes personales del halago fácil, de la servidumbre pronta y del encanto personal, frente a las verdaderamente condiciones serias de la función pública. No es que la simpatía, o la habilidad personal, le sobren a la política, pero estas no son sus exigencias más serias. El hombre que tenía que hacer el cambio en este país tenía que ser, fundamentalmente, un estadista, y no solamente un chico habilidoso y simpático.
La Monarquía, además, tenía que ser constitucional y democrática a la manera de las monarquías de Occidente. Por eso Areilza no dijo nada de más cuando aseguró que el Monarca era el motor del cambio. He sostenido siempre que el Rey no tenía inspiradores políticos, ni siquiera indicadores familiares. Se había fabricado su propia experiencia desde una situación privilegiada para la observación y el análisis. Adolfo Suárez sería únicamente el mecanismo de destreza para reducir la vieja clase política del franquismo a sus límites precisos, integrar a la Oposición en la legalidad, y promover vocaciones políticas diversas e inéditas. Esto se ha conseguido. Todos están ya en el redondel; hasta los comunistas, que venían siendo como la situación límite del cambio. A mi juicio -y este es un hecho puramente subjetivo, y, por eso, de mi propia responsabilidad- la operación Suárez se ha hecho mal, porque en lugar de hacerla con los menores riesgos posibles, los ha provocado todos. Eso lo vamos a ver muy pronto. Pero este es otro tema.
A donde voy con este artículo es a otra parte. Políticamente, el presidente del Gobierno no era nada. No pertenecía a ningún partido político, puesto que venía del Movimiento Nacional. En las últimas etapas se incorporó a la Unión del Pueblo Español, facturada desde la Secretaría General por José Utrera, y no como líder, sino como coordinador -que fue la compensación que le hizo Solís a su cese como vicesecretario-, y que era una asociación política aparecida al amparo de las asociaciones en el Movimiento, y que recientemente se ha integrado en Alianza Popular. Estos, y no otros, son los orígenes democráticos de Suárez.
Era, por otra parte, presidente de un Gobierno de transición, quien tenía como misiones principales las de hacer una reforma política -que se sometió a la aprobación del país- y convocar unas elecciones generales tras la autorización de los partidos políticos.
Su misión habría acabado con esta operación histórica y, entonces, de acuerdo con un principio democrático fundamental, el nuevo Gobierno tendría que ser aquel que tuviera en los Parlamentos las mayores asistencia del país. Esto no quiere decir que su carrera política habría terminado, porque la política está en los Parlamentos y no fuera de ellos. Pero todo habría sido correcto e irreprochable.
Entonces, Adolfo Suárez, desde un Gobierno de transición, se proclama candidato, y escoge una
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alianza de grupos que se autodenominan Centro, y se designa a sí mismo líder. Para esta operación se tuvo que impedir el obstáculo de José María de Areilza, y la acción de presentarse a unas elecciones, desde la presidencia fue repudiada por las más importantes fuerzas políticas del momento, excepto los comunistas. Los artículos publicados en este periódico por José María Gil Robles., José María de Areilza, Alfonso Guerra o Enrique Múgica, aparte de los juicios de Felipe González, de Fraga y de otras personalidades políticas, testimonian un juicio general adverso. No era correcto llegar al poder sin ninguna base de sustentación popular, y disponerse desde el poder a servirse un éxito al amparo de todos los mecanismos de captación, de intimidación y de medios que los Estados modernos ponen siempre a disposición de los que los ocupan. Una tropa de juristas, como diría el conde de Romanones, se apresuró a intentar demostrar que eso estaba bien desde el Derecho Constitucional. Naturalmente, a algunos de ellos los vemos ahora en las candidaturas del Centro Democrático. Con ellos ha sido brillante e implacable uno de nuestros más insignes juristas, Juan Palao, cuyo extenso dictamen tengo delante de mí, y del que reproduzco este párrafo: «Aquí el Gobierno no ha llegado al Poder por mecanismos democráticos y no gobierna con las facultades y las limitaciones que le impone una Constitución previamente establecida y aceptada. El Gobierno tiene la legislación en la mano con el arma del decreto-ley; el poder y la organización residual del Estado franquista y los enormes recursos de un Estado moderno. De aquí que no sea lícito que quien acumula tal cantidad de poder entre en la contienda electoral, porque este poder es un depósito que la Historia ha puesto en sus manos para que sea su fiel custodio y lo administre imparcialmente durante la contienda electoral, no para que se apropie de él y lo utilice en su provecho para imponer sus propias soluciones políticas y para perpetuarse en el Poder propiciando un partido propio.»
Esto podría ser la fabricación ficticia de un líder o de un personaje político. Pero esto nunca sería lo más arriesgado. Hasta ahora Adolfo Suárez viene siendo mucho menos que el Rey, porque ha partido de cero. Es menos también que los líderes de los partidos políticos auténticos, porque no viene de ninguna parte, y de donde venía aparece a estas horas archivado en la Historia. Pero en el supuesto de que alcanzara la minoría más poderosa del Parlamento, no solamente sería más que los demás, sino que alcanzaría su independencia respecto al Rey.
Ya sé que un rey constitucional no es ni más ni menos que el pueblo, organizado en sus partidos políticos o en sus grupos sociales. Está por encima de los avatares políticos y de las concurrencias personales. Pero aquél que debe al poder exclusivamente lo que es, su primer desafío es quien le dispute la permanencia en él. De lo que haría primero gala sería de su autonomía, de su propia fuerza, de un respaldo, que ya no sería leal. Esto no sería democráticamente discutible. Lo que ya no sería Adolfo Suárez es la personalidad secundaria que es hoy, y obligada por ello a toda estrategia de salvación, con escrúpulos o sin ellos. Entonces, inevitablemente, daría su jaque al Rey. Quien antes se ganara el puesto por condescender, transigir, cultivar, minimizarse, servir y ofrecer, ahora lo exigiría. El triunfo de Suárez sería su despegue del Rey, como su importancia actual ha consistido en alejarse velozmente del franquismo. Adolfo Suárez no es un hombre de lealtades políticas, sino de destrezas. Esto está probado al máximo.
Pero el caso es que no estamos en condiciones de que nadie, desde ninguna posición de privilegio, de fuerza, o de poder, se disponga a dar jaques al Rey. La Corona tiene un solo argumento a su favor, pero es decisivo. No pone al Estado en quiebra, o en crisis, o en disolución, por lo que ocurra políticamente de tejas para abajo, a no ser que se comprometa en esos asuntos. El Estado sigue con los monarcas, y los Gobiernos pasan. Esta es la razón válida de la Monarquía. Pero ahora, en España, tiene temporalmente algunas más, entre otras la de contribuir a que se afiance una democracia en paz, a evitar los asaltantes del poder, que, leales o no leales, todos ellos comprometen a la Corona en cuanto son asaltantes; y principalmente la finura de advertir que donde se fabrican las soberbias más peligrosas es en las condiciones personales más modestas, o mínimas, o mediocres.
Suárez podría haber sido útil hasta ahora, si alguien quiere extremar con el presidente sus bondades, sus ignorancias o sus gratitudes. Pero después del 15 de junio sería grave. Con un gatuperio pueden ganarse unas elecciones, pero no se puede gobernar.
Suárez ya no sería una esperanza, aunque contara con muchos escaños. Su éxito carecería de credibilidad. En estas circunstancias un jaque al Rey sería excesivo.
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