Empresarios frente a la Iglesia
Lo que más llama la atención de las páginas que con el titulo de «El capitalismo y la Iglesia Católica ha escrito en EL PAIS Joaquín Garrigues walter, es su ardor polémico. Su ardor de clase, diría un marxista. Y el que Garrigues, que tiene tantos títulos «públicos» para escribir en los periódicos, se haya presentado en estos dos artículos, precisamente, con el de presidente de una asociación empresarial (la Asociación para el Progreso de la Dirección), podría confirmar este punto de vista militante. En todo caso, y para cualquier observador neutral (es decir, no militante) resulta difícil sustraerse a la primera impresión que esa lectura produce de que Garrigues se distancia del análisis «católico» sólo cuando éste parece haberse distanciado previamente de él. Lo que, de ser verdad, podría ser significativo, porque a fin de cuentas a eso es a lo que politicamente se ha reducido siempre el anticlericalismo más clásico.
En efecto, para Garrigues, la Comisión Permanente de la Conferencia Espiscopal Española «al solicitar a los cristianos que excluyan "todo apoyo a los partidos... en los que el lucro sea el motor esencial del progreso económico, la concurrencia, la ley suprema de la economía, y la propiedad privada de los medios de producción, un derecho absoluto", no sabe muy bien lo que está diciendo y actúa, dicho sea con todos los respetos, sin sentido de la responsabilidad».
La frase que subrayo de Garrigues es fuerte. A muchos, además —dicho sea también con todos los respetos—, nos recuerda la fraseología del franquismo de los últimos años con respecto a la Iglesia en ciertos momentos críticos. Un paralelismo que no le gustaría sin duda a Garrigues, que es más bien un liberal moderno, pero un paralelismo que está sugerido por el texto mismo con sólo que le quitemos el inciso del respeto que él —y yo— ponemos. De hecho, ese paralelismo no se apoya sólo sobre el párrafo citado, sino que reaparece una y otra vez en su texto. Para Garrigues, la actuación de la Iglesia está teniendo como resultado «un caos admirable». Caos para él absolutamente lógico, porque acepta de entrada «la incultura económica de la Iglesia», lo que lleva a ésta, según Garrigues, «a operar con una profunda inseguridad, con una profunda desconfianza y, sobre todo, sin profundidad». Un juicio negativo tan claro para Garrigues, que lo repite en su segundo artículo, donde su pensamiento es sensiblemente menos ardoroso.
Curiosamente, el Garrigues que acusa a la teología de ignorancia de lo «que es el liberalismo y el funcionamiento de la economía de mercado» se permite hacer, supongo que desde la economía, unos ciertos excursos teológicos sobre la vieja y la nueva actitud de la doctrina social pontificia, en los que no brilla precisamente el rigor analítico del que sabe. Al que se sienta extrañado por esto, yo le aconsejaría leer a León XIII. En él encontrará ya las matizaciones que Garrigues pone como características de «la nueva actitud de la Iglesia». En realidad —y perdóneseme si recuerdo cosas elementales sobre el actual pensamiento teológico con respecto a la realidad económica—, la «nueva actitud teológica de la Iglesia» de la que Garrigues habla, corresponde no a las matizaciones de aquella doctrina, sino a su crisis como doctrina hecha, al hecho eclesial de una búsqueda de una nueva expresión, en la que se pierda la letra concreta para tratar de afirmarse sólo como música de las letras creadas por la autonomía humana de la Tierra.
Ahora bien, esta música que tanto irrita a Garrigues en la partitura de la Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Española podrá no tener, eso sí, una especial grandeza. Ciertamente, la partitura de nuestros obispos que Garrigues comenta, no me parece que esté a la altura de un Mozart ni del mejor pop americano. Incluso alguien podría ver en ella —a la vista del modo como se plantea hoy el debate entre nosotros—, sólo una cancioncilla para que la cante Miky sin pena ni gloria en algún festival televisivo. Pero de eso a lo que afirma Garrigues, hay un abismo: el abismo de la «cuestión religiosa» que nunca han entendido los dos anticlericalismos políticos que siempre han existido, el de izquierdas y el de derechas.
Por eso, para el hombre creyente y sensible, Garrigues llega ya al desvarío cuando afirma que «la crisis del capitalismo y la crisis de la Iglesia Católica tienen mucho en común», y de ello saca en conclusión que «sería lógico que en la coyuntura actual convirtieran en enemigos irreconciliables. Los dos —continúa Garrigues— han perdido su fuerza dogmática, pero ambos son inmortales y pueden encontrar nuevas fórmulas de entendimiento ».
¿De qué Iglesia habla Garrigues? El joven Marx no lo hubiera analizado de otro modo, excepto en lo de la inmortalidad del uno y de la otra. Los cristianos más comprometidos hoy en la crítica eclesial, tampoco, excepto en lo de propugnar para la Iglesia esa «inmortalidad» garriguiana que no les suena a la música bíblica del texto de Mateo que afirma que «las puertas del infierno no prevalecerán contra ella». Pero si en un mismo texto pueden coincidir, con apenas el cambio de alguna palabra, Marx, Garrigues y los jóvenes cristianos de hoy, lo más probable es que cada uno hable de «otra» Iglesia. Para el Garrigues preocupado ahora de las elecciones esto debe ser un problema secundario ante la visibilidad de «esa» Iglesia. Para Marx, ocupado de su utopía socialista, le bastaría la Iglesia de Garrigues, para que su construcción ideológica no se resienta.
Pero para los creyentes que se han tomado en serio la palabra de Jesús, la redefinición de esa Iglesia es el verdadero problema. Un problema que luego les reaparece por todas partes, incluso en la vida cotidiana -poco cotidiana hasta ahora para nosotros— de las elecciones. Desde las elecciones, Garrigues parece entenderlo de otro modo. «La Iglesia católica que sabe mucho de la virtud de la esperanza —escribe Garrigues—, no debe entregarse ahora a un abandonismo ni a una traición a sus fundamentos y tradiciones.» ¿A qué nueva cruzada de «Centro Democrático» invita ahora Garrigues a la Iglesia? Porque por la economía de mercado hay poca gente dispuesta a morir aunque se viva —y no se viva mal— de ella. En cambio, y más allá del positivo interés económico del mercado que no es menos evidente para los católicos por que no se vea en él la mano invisible del universo, es difícil poder afirmar, como sugiere Garrigues, que los obispos españoles se hayan salido de su papel —hayan sido ignorantes o irresponsables— porque se hayan decidido a recordar a los cristianos con fórmulas más o menos imaginativas —más, menos que más, probablemente— que las elecciones son también una cuestión ética. Aunque se perdiera con ello, como pretende Garrigues en su segundo artículo, «gran parte de la calidad estética». Una estética que Valverde puso por debajo de la ética en un cierto momento del franquismo. Nuestros obispos, sin pensar seguramente en ello, han preferido a Valverde en vez de a Garrigues. Al menos, por esta vez, yo me alegro.
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