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Nimeño lI, a hombros por la puerta grande de Las Ventas

Chopera, empresario poderoso y apoderado del debutante Nimeño, preparó la novillada con esa sagacidad que es propia de los taurinos que tienen ideas y experiencia. Empezó por anunciarla en todas partes, ya desde el lunes anterior. Y luego trajo unas reses de acreditado hierro (lo que en este caso no es un eufemismo), a la medida, en todo, para que los toreros pudieran lucirse sin mayores sobresaltos.Los novillos de ayer eran muy justos de presencia, justos, también, de fuerza y bastante menos que justos en cuanto a cornamentas, sin excepción escasísimas, gachas, tirando a recogidas cuando no abrochadas y extrañamente cornicortas y astigordas. Entre estas cabezas del domingo y las que habían podido verse siete días antes en el mismo ruedo, no cabe ninguna comparación. En las astas afiladas del novillo con que triunfó Chinito de Francia, el día de su presentación, había leña más que sobrada para hacer las cabezas de todos los buendías allegados por Chopera, para que se redondeara una tarde de triunfalismo, a manera de revival de la, tauromaquia de los años sesenta.

Plaza de Las Ventas

Novillos de Joaquín Buendía, terciados, cornicortos, y gachos, con casta y nobles. Pedro Somolinos: Algunas palmas. Silencio. Antonio Lozano: Silencio. Silencio. Nimeño ll: Oreja. Oreja. (Salió a hombros por la puerta grande).

Pero ocurrió que estos animalitos, todos los cuales soportaron una sola vara -menos el cuarto, que llevó tres, y el sexto, al que se cambio con un refilonazo-, sacaron casta, y aunque fue casta de la buena, no pudieron con ella Pedro Somolinos y Antonio Lozano. Somolinos dio pases a cientos, hasta hartar al público, y cuantos más pases daba, más se apreciaba su impotencia para embarcar con arte la embestida codiciosa. Lozano no dio tantos, pero citaba siempre con el pico -un pico a mansalva-, con lo que se descubría y le tocaba correr. Por añadidura, uno y otro toreros mataron muy mal. Ambos conocieron el amargor del fracaso; un fracaso que no admite justificaciones y que supone un revés muy serio en su fama de novilleros punteros.

Y mientras tanto, el debutante Nimeño -¡otro francés!- alcanzaba un triunfo rutilante, legítimo. Se le entregó el público, con verdadero entusiasmo. Cierto que le correspondieron dos enemigos que eran como el carretón, el tercero de embestida vivaz, el sexto más mortecino y casi aborregado. Pero el secreto estuvo en que los dominó desde el primer lance y las faenas, porque ert todo momento se acoplaban a los distintos estados y condiciones de las reses, tenían, a la vez, unidad y variación.

Fue un verdadero deleite, contemplar la actuación de Nimeño, por los múltiples detalles toreros, por la técnica depurada, por el gusto con que ejecutó las sy ertes. Un arqueo de rodilla y las rianos abajo para recoger al novillo de salida; gaoneras finísimas, soltando la punta del capote; dobladas hondas, en las que ganaba terreno hasta el platillo; tumple absoluto en todos los mulelazos; el trazo suave del semicírculo para los naturales y derecliazos; ayudados, trincherazos, de la firma y abaniqueos emborrachándose de torear; todo, absolutamente todo, llevaba el sello de la calidad. Y los de pecho Quizá los momentos culminantes de esta presentación triunfal estuvieron en el dibujo de los pases de pecho: siempre ligados, traía al animal embebido en la franela, cargaba la suerte y quedaba el muletazo como en suspenso, para continuar hasta el remate con salida por el hombro contrario.

En banderillas, aunque le aplaudieron, estuvo mal, y aun peor: vulgar. Clavó siempre a cabeza pasada. Y mal también con la espada. Todo ello debió contar a la hora del regalo de las orejas, por parte de una presidencia complaciente, que es lo último a lo que debe propender quien ocupa el palco. Presidentes así no concuerdan con la categoría de la Monumental.

Por la puerta grande, a hombros, salió Nimeño. Otro francés que les gana la partida a los toreros españoles, sean de Despeñaperros para abajo o para arriba.

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