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Reportaje:

La cabeza: de Juan Gris

«Si algo queda de Gris -decía Torres Campalans- serán sus teorías. Y lo dudo.» La Historia, tan poco amiga de Campalans, no parece haberle dado tampoco la razón en este punto. Gris perdura en el recuerdo más por su pintura que por sus breves escritos, aun a pesar de que una cierta inercia historiográfica siga viendo en él al cubista teórico por antonomasia. Aquel a quien el todopoderoso Apollinaire apodó «el demonio de la lógica» era acreedor del infeliz destino (como en la caricatura de Castanys) de haber nacido cubista. Al hacer de lo que para Picasso sería tan sólo una aventura de juventud la razón de toda su vida artística, se sintió en la necesidad de arroparse en un lenguaje teórico que lo justificara, que convirtiera lo que era pura experimentación en vocación necesaria. No era tarea fácil. El cubismo suponía la puesta en cuestión de un modo de representación (la perspectiva escenográfica renacentista), que había tiranizado el universo pictórico hasta la celebración del festival impresionista. Desenmascarar el carácter arbitrario, tanto del método clásico como de su antítesis en el impresionismo, y pretender, al mismo tiempo, elevar a categoría de dogma la propia fórmula, suponía un propósito harto complejo, aun para una cabeza de cubista «mejor hecha» que la del propio Gris. El resultado no pudo ser, pues, más descorazonador. Si algo tienen de diabólico las proposiciones del pintor madrileño ello debe ser entendido en un sentido vergonzosamente literal; lo infernal se reduce a la mala lógica. En sus textos, cuya escasez es de agradecer, aparecen con frecuencia ciertos tópicos viejos como el mundo: la matemática como fundamento de la pintura (algo de lo que ya Leonardo hablaba), la composición previa a la plasmación del tema.... Las tres o cuatro ideas que Gris maneja son enfatizadas con miras a justificar el propio trabajo. Aun así, consigue liarse de continuo, pierde pie y se hunde en un abismo de contradicciones que deberían ser bien venidas si fueran fruto de su deseo, pero que son tan sólo manifestación de su torpeza. Cuando nos dice que es una determinada arquitectura de las formas puras compositivas (esto es, las geométricas) la que le dicta el asunto representado, parece que con ello se eva diría del puro capricho, que le horroriza, por medio de una comunión con el deductivismo platónico. Pero en otro lugar afirma categóricamente que su sistema se opone a todo arte idealista. Nos inclinaríamos entonces a pensar que su interés se centra tan sólo en problemas lingüísticos acerca de esa geometría que para Apollinaire era la gramática de la pintura. Es éste, por otra parte, un vicio enormemente extendido entre muchas vanguardias de este siglo (no sólo pictóricas), que a fuerza de darle vueltas a «cóm no se dicen las cosas» acaban por no decir nada. Pero Gris, lejos de complacerse en un puro constructivismo, concreta siempre ese discurso formal previo en una temática naturalista, por evitar que el espectador no vaya a llenar las incógnitas con unos contenidos que a él no se le hubieran ocurrido. Nada ganamos con esta imposición; lo representado resulta banal por improvisado, apaño de última hora. Lo que parece centrar su atención, al menos así consta en su conferencia de la Sorbona «De las, posibilidades de la pintura», son los problemas de tipo técnico. Este recetario de composición echa a menudo mano del lenguaje científico, al que sólo recurre en el terreno de lo analógico, sin descender jamás a una expresión concreta. Tanto en sus textos como en su labor, parece sentir Gris un pudor desmesurado por desvelar lo que hay en su pintura de cálculo y que él pretende fundamental. En el efecto, se preocupaba, con precisión obsesiva, de destruir todos los estudios previos a la composición en los que, según decía, eran efctuados esos cálculos matemáticos que determinaban con su rigidez laobra. Masel descubrimiento de algunos de estos bocetos, efectuado por Berggruen, desenmascara un tanto el enredo. «En sentido propio -dice John Golding nada hay de científico en estos dibujos sus composiciones no se establecen según sistemas geométricos coherentes.» Henos aquí al cabo de la calle. Su tan cacareada matemática pictórica no era sino pura superchería. ¿O acaso es sensato suponer, como Kahnweiler, que su temprana muerte le impidió dotar a su sistema de un armazón teórico más convincente? Cuarenta años parecen muy larga excusa para la incoherencia. Ya debió hacernos sospechar su pasión por la obra rematada con mimo, incapaz como se sentía de «esa coquetería de lo inacabado». Gris no era sino un buen pintor al viejo modo, que se pretendía moderno, sin el valor ni la astucia que ello requería. Debiera haberse escuchado mejor, por preservar su artificio, cuando afirmaba que del oficio personal «hay que hablar con prudente reserva o, mejor todavía, no decir nada en absoluto».

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En el cincuentenario de su muerte

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