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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Historia y actualidad

Si la historia sirve para algo, además de para pasar un buen rato reviviendo épocas pasadas, es porque nos enseña a analizar las formaciones sociales, sus estructuras, sus conflictos y sus cambios. Y cuando un país está, como está el nuestro, en una encrucijada de su existencia, viniendo de la dictadura, pero sin haber llegado todavía a la democracia, la aportación de lo histórico a lo actual nos parece digna de aprecio. Vemos en la historia que un bloque de poder está integrado por varias clases sociales y fracciones de ellas, de las cuales una es preponderante; la historia de España muestra como columna vertebral de ese bloque en el tiempo, primero, una nobleza terrateniente; luego, una gran burguesía agraria, más tarde su imbricación con la gran burguesía financiera y de negocios, etcétera. Dentro de cada bloque hay una fracción «reinante» o personal «gobernante» que ejerce cotidianamente el poder y cuyas élites ocupan los distintos centros (decisorios u operacionales) en que se articulan los aparatos estatales. En fin, un bloque de poder no se limita a dominar, sino que tiene también que dirigir, o, dicho de otra manera, que contar con una base social que consienta el ejercicio del poder, quedando el recurso a la coacción para situaciones excepcionales. Cuando un bloque de poder cesa de obtener ese consentimiento es señal de que se abre una crisis que llegará a ser estructural. Hay un largo proceso de ese género que va desde el 98 hasta 1936, y no es aventurado señalar que un fenómeno semejante se inicia entre 1969 y 1970, aunque se acelere tras el 20 de noviembre de 1975.

La experiencia enseña que en cada crisis la fracción llamada «reinante» ofrece marcada resistencia a abandonar la escena, incluso cuando cambia el bloque social que detenta el poder político; se trata del personal de los aparatos de Estado que se resiste a desaparecer, a dejar los centros operacionales (aunque los centros teóricamente decisorios no sean ya ocupados por el mismo sector que antes). Esto ha ocurrido en España en 1931 y en Alemania en 1919. Esa fracción de personal estatal, que deja de tener función instrumental para la clase que perdió los centros decisorios, cobra vida «autónoma», o bien sigue sirviendo de instrumento a los mismos sectores sociales que antes, que ahora desde fuera los utilizan para ofrecer resistencia a las decisiones del nuevo poder político. Si esto es así cuando hay cambio de bloque de poder, con mayor razón se produce en, situaciones de transición, como la de 1833-1837 o la que nos ha tocado vivir. Y esa fracción que no quiere abandonar los aparatos estatales suele ser la más partidaria de «soluciones» de aniquilamiento, ya que las persuasivas, las de convencimiento, le son desfavorables.

No tratamos de teorizar en abstracto, sino de encontrar esos fenómenos en los hechos actuales de cada día: los centros operacionales actúan no a base de una normativa general, sino en la aparente arbitrariedad. Cada gobernador civil parece decidir de modo distinto ante hechos análogos; órganos y funcionarios estatales detienen o sancionan a unos por actos que otros realizan sin ser inquietados y las motivaciones de esas decisiones a nivel operacional adquieren grados máximos de subjetividad, se tiene aún una concepción del orden público que sería extraña si no fuera de secuela de 37 años de dictadura y de que aún hace muy poco (no lo digo yo, lo ha declarado en estas columnas un antiguo alto cargo de seguridad) se adiestraban los guardianes del orden frente a unos supuestos grupos con pancartas que rezaban no recuerdo bien si «democracia» o «libertad», que para el caso es lo mismo; y otro jefe importante, al ocupar su cargo, exalta, sobre todo, los cuarenta años, que según su opinión (muy respetable personalmente, pero cuestionable como de alto funcionario actual) habían sido de una paz ejemplar contra la que iban los atentados del mes de enero (suponemos que ambos, pero cuando se dijo esto todavía no había salido la versión del «ajuste de cuentas» en unos casos y la «rojez» en otros, increíble en servicios de un Estado que se orienta hacia la Comunidad Europea). Ocurre, por el engranaje de los hechos, que la lista de muertos por una extraña concepción del orden se va haciendo insoportable; como el de actos suspendidos, porque tras eufemismos subjetivos se siguen aplicando criterios discriminatorios, cuyas raíces ideológicas son las de la dictadura. Y como remate, un alto organismo jurisdiccional reacciona, como es lógico, conociendo su procedencia y funcionamiento durante años anteriores. Como ha escrito José Antonio Novais, ese organismo «tiene poca experiencia en partidos políticos en los últimos años, como no sea para penalizarlos», añadiendo que no duda de la rectitud de sus miembros, sino de sus «reflejos condicionados». Y es cierto; no se trata de criticar personalmente a los miembros de esa fracción o personal de aparatos estatales (lo mismo se puede decir de los de centros «de persuasión»: Radiotelevisión; prensa del ex Movimiento, etcétera). Lo absurdo sería pretender que se comportasen, como por arte de magia, en contra de los condicionamientos ideológicos que enmarcaron su acción durante casi cuatro decenios.

En la Alemania de 1919 se creó una Reichswehr mandada por los mismos jefes y oficiales del ejército del kaiser; los servicios de seguridad también. Sabemos lo que ocurrió. Tal vez se sabe menos lo ocurrido en la Segunda República española: Azaña tuvo a Goded de jefe del Estado Mayor Central; Martín Báguena, jefe de la B. Social del antiguo régimen, hubiera sido director general de Seguridad, en 1935, a no haberlo impedido Alcalá Zamora, y aun así tuvo altos cargos desde los que pudo participar eficazmente en la conspiración de 1936, según atestiguó Arrarás. El jefe de los Mozos de Escuadra de Cataluña, nombrado en 1934, capitán Lizcano de la Rosa, será uno, de los jefes de la sublevación de 1936. Baste con esos ejemplos; los casos análogos se cuentan por decenas y centenas. En fin, no son muchos en España quienes saben que cuando Jules Moch se hizo cargo del Ministerio del Interior en mayo de 1958 para defender la legalidad de la IV República, le sobraron dedos en una sola mano para contar los prefectos dispuestos a prestarle obediencia.

La segunda aplicación de la historia a la actualidad es la peligrosidad de la falsificación política. La mentira, el fraude, el cohecho, la utilización ilegal de los resortes operacionales se llamaron caciquismo y produjeron el despego total hacia un parlamentarismo que, sin embargo, no había existido; consecuencia, el golpe de Estado de 1923. Las discriminaciones son otras tantas falsificaciones de la realidad política y se pagan caro: la persecución de la CNT y la marcada preferencia a la UGT, durante la dictadura: de Primo de Rivera, se pagaron con un renacer masivo de la CNT, lanzada al «putchismo» faísta, porque sí es verdad aquello de que «el extremismo es la penitencia del pecado de oportunismo». A Macía se le prohibió la entrada en Cataluña, después de caer P. de Rivera; meses después era presidente indiscutido de la Generalitat. A Cuba no se le quiso dar la autonomía propuesta por Maura, a quien se llamó «filibustero» en plenas Cortes. Breves años después fue, el desastre.

Muchos nos tememos que resabios sagastinos y reflejos de quienes se educaron en el serrallo franquista (con lo cual no queremos restar credibilidad a su evolución, aunque lo menos que puede pedírseles es que sean igual de respetuosos para la credibilidad democrática de los demás) nos lleven por el camino de la falsificación del juego político, poniendo así en gravísimo riesgo el tránsito a una democracia efectiva.

En resumen, es una ingenuidad suicida o una malevolencia sostener que los centros operacionales de aparatos estatales de una democracia pueden seguir en manos de los mismos que desde ellos cumplieron una función instrumental antidemocrática, las discriminaciones, las violencias y los juegos con ventaja no son sino el camino que lleva a esa «última ratio» de las pistolas -o las ametralladoras- que los españoles queremos eliminar para siempre y sustituirla por otra «ratio»: la de la voluntad general del tan denostado Jean-Jacques Rousseau.

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