La Iglesia española y los derechos humanos
Miembro del comité ejecutivo del Partido Comunista de España y del PSUCA partir del Concilio Vaticano II la Iglesia viene repitiendo que el mensaje evangélico es consustancial con la defensa de los derechos humanos. Esta consideración tiene hoy unas claras connotaciones políticas, pues no en vano desde 1948 existe una Declaración Universal de los Derechos del Hombre, proclamada solemnemente en el marco de la Asamblea General de las Naciones Unidas. No se trata tan sólo de una vaga consideración moral que podría tomarse de forma genérica en términos individuales, sino de una referencia política precisa, que recientemente ha sido objeto de acuerdos conjuntos en la conferencia de Helsinki celebrada el verano pasado.
No vamos a recordar ahora los períodos demasiado dilatados en los que la lglesla no tan sólo no ha defendido los derechos del hombre, sino que ella misma los tía violado hacia dentro y hacia fuera. Períodos en los que ha sido cómplice de diversos fascismos, y en los que, incluso a nivel doctrinal, ha tratado de justificar represiones y violencias colectivas. En épocas recientes esta actitud ha venido justificada por un anticomunismo casi pasional. En la Encíclica Quadragesimo Anno (mayo de 1931), Pío XI escribía: «Basta un poco de reflexión para ver las ventajas de esta organización (la Corporación Italiana Fascista), aunque la hayamos descrito sumariamente; la colaboración pacífica de las clases, la represión de las organizaciones y de los intentos socialistas, la acción moderadora de una magistratura especial. »
No está demasiado lejos la actuación de una Iglesia nacional-católica, pilar de cuarenta años de franquismo y que, bajo las orientaciones.de monseñores Morcillo y Guerra Campos, ha tratado de justificar tal sistema doctrinalmente, incluso después del Concilio Vaticano II.
En su práctica interna, la Iglesia no es tampoco un modelo de democracia. No se puede decir que en ella se aplique hoy con coherencia el artículo diecinueve de la citada Declaración de los Derechos del Hombre: «Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no ser inquietado por causa de sus opiniones.» Teólogos, sacerdotes y laicos se han visto acosados por defender posiciones que les parecían desprenderse de la nueva doctrina abierta por el Concilio Vaticano II. Y no hablemos de la discriminación a que se halla sometida la mujer. Pero ahora no se trata tanto de hacer un elenco de incoherencias entre el pronunciamiento general -el mensaje evangélico es consustancial con la defensa de los derechos humanos-, cuanto de analizar de qué modo y manera debe precisarse tal pronunciamiento a nuestras circunstancias presentes, contribuyendo así a que la Iglesia vaya siendo cada día más coherente con tal pronunciamiento y adecue así los hechos a las palabras.
El cardenal Tarancón, de acuerdo con la famosa homilía pronunciada en la coronación de don Juan Carlos en los Jerónimos, viene señalando las nuevas líneas de relación entre Iglesia y Estado, basadas en la separación de ambas potestades acompañada de una amistosa convivencia. Al mismo tiempo, ha subrayado con énfasis la legitimidad de las diversas posiciones políticas y el consiguiente pluralismo político de los cristianos. «El Concilio propone un principio claro y terminante: la comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomos. Lo cual significa que la Iglesia -el cristianismo- no puede estar ligada a ningún régimen político y menos, evidentemente, a una tendencia política», ha recordado el presidente de la Conferencia Episcopal.
Un análisis detallado de la se rie de «Cartas cristianas» del cardenal Tarancón hallaría en ellas un hilo conductor sustancial, no exento de determinadas contradicciones. Especialmente en lo que se refiere a la distinción entre el rechazo de un partido confesional, «con el apellido cristiano» que «siempre ofrece el peligro de que sea considerado como porta voz de la jerarquía o como la ex presión genuina -la única- del Evangelio, lo que sería sencilla mente funesto», y la convivencia y hasta necesidad de « la constitución de partidos de inspiración cristiana» para-«conjugar las fuerzas de los que tienen una concepción cristiana de la vida». Esta sutil distinción no ha dejado de desconcertar a la opinión pública, pero vista en el conjunto general de las citadas cartas, así como de la praxis pastoral que viene desarrollando la línea Tarancón parece claro que su decisión- de mantenerse al margen de un partido concreto -alejándose así de los modelos europeos próximos- es algo madurado, decidido, algo dé lo que debemos felicitarnos.
A nadie se le escapa el salto de gigante que existe entre un Episcopado que en los años treinta participaba de forma beligerante en la guerra civil, y la posición actual en la que la Iglesia institucional, sin despreocuparse por ello de los problemas reales de nuestra sociedad, expresa el adecuado respeto por la plural secularización de la sociedad española.
Ahora bien, para que las declaraciones de respeto por el pluralismo político no sean traducciones abstractas de una confortable neutralidad, es preciso ver cómo se concreta hoy la defensa de esos derechos humanos contra las discriminaciones que se particularizan de forma precisa en el proceso de la reforma.
En.términos generales, hoy se siguen violando todavía derechos fundamentales de la persona humana, como son las libertades de expresión, de reunión y de asociación. No contamos todavía si quiera con una legislación que garantice el derecho de libertad sindical, y las centrales obreras se ven acosadas en el uso de sus de rechos asociativos y de huelga. Todavía no hemos erradicado el grotesco espectáculo del secuestro de publicaciones o de las, radios amordazadas. Y para qué hablar de RTVE.
Estamos pendientes aún del alcance real de las últimas medidas sobre amnistía. Los derechos de las nacionalidades y regiones, sin reconocimiento efectivo; las negociaciones de la comisión de los diez con Suárez sobre este tema, bloqueadas. El pueblo vasco se ve constantemente acosado; véase Vitoria, véanse los recientes acontecimientos de Guipúzcoa. Catalunya ve como se le aplica pertinazmente una política de tinte regionalista, con tufillo de apaño neofranquista, cuando el pueblo no cesa de precisar el camino de sus aspiraciones, es decir, el Estatut de 1932 como punto de partida. Todo ello expresa los límites reales de un sistema que se pretende moderno y adaptado a la Europa contemporánea.
La Iglesia institucional debe, pues, seguir reclamando. la instauración de estos derechos, tal como ha venido haciendo en los últimos tiempos del franquismo y primeros de la delicuescente reforma, en los que se ha pro nunciado en diversas ocasiones, sea en torno de la amnistía, sea en tomo de los derechos fundamentales de la persona humana. Pero a esta situación de inestabilidad general respecto a la normalización de las libertades democráticas, se suma, además, una situación peculiar. Si bien los diversos partidos políticos gozan de «tolerancia» -¿hasta cuándo?-, y la prensa informa de sus actividades, a la hora de las legalizaciones el Gobierno ha señalado una línea de demarcación remitiendo al Tribunal Supremo los expedientes de aquellos partidos que se consideraban incursos en el renovado artículo 172 del Código Penal. Todos sabemos lo que hay detrás de esta remisión de expedientes; en vísperas de elecciones, la prolongación de una inscripción regular -admitiendo que finalmente se apruebe- puede ser decisiva para la salida de un partido político en la cancha electoral. No son pocos los que están ya dando vueltas al circuito más que olímpico de las elecciones, cuando otros están esperando que se les deje despegar en una competición que sólo tiene sentido basada en unas re glas del juego leales.
Aquí viene lo que consideramos aplicación precisa de la formulación genérica «defensa de los derechos humanos». No basta decir que hay que respetar la libertad política de las diversas opciones y evitar la beligerancia en favor de alguna de ellas. Hay que reclamar la existencia normalizada de todas, así como el reconocimiento efectivo de las nacionalidades y regiones.
El Gobierno ha elegido, el camino de la reforma, es decir, de la democracia otorgada y discriminatoria, se ha autoasignado el papel de juez y parte del inmediato político. Niega el pan y la sal a quien le parece, jugando a la división y a la zancadilla. La Iglesia institucional debe adoptar posiciones claras ante tal situación.
Si durante el período franquista fueron muchas las voces que se levantaron para recordar que en situación de nacional-catolicismo el silencio -identificado con el «no hacer política» de la Iglesia- era lo mismo que hacer una política determinada, no exigir hoy de forma concreta la legalización de todos los partidos políticos y organizaciones sindicales es lo mismo que apoyar de forma indirecta, pero beligerante, a aquellos que ya gozan del beneplácito y bendición del Gobierno. La defensa de los derechos humanos pasaba ayer por la denuncia de la represión generalizada. Hoy pasa, además, por la denuncia de la discriminación.
La Iglesia institucional ha sido maestra a través de la historia en presentarse como portadora de un mensaje abstracto de fraternidad e igualdad. Pero esa reiteración idealista es la que ha llevado a inmensas masas a desconfiar de sus pronunciamientos. Sería lamentable que durante el período de la reforma, en nombre de una confortable neutralidad, la Iglesia constitucional -después de haberse batido por la amnistía y las libertades democráticas en los últimos años del franquismo-, se hiciera cómplice de discriminaciones que afectan, particularmente, a la clase obrera, a las clases trabajadoras, discriminaciones que expresan nuevas formas, adecuadamente maquilladas, de anticomunismo. Precisamente, una Iglesia cuya base busca hoy con afán su regreso a las fuentes, su presencia social como Iglesia de los pobres.
La defensa de los derechos humanos exige, en cada momento, valor y fidelidad al mensaje de Cristo. Generalmente, esa actitud puede tener consecuencias para los privilegios adquiridos en dilatados períodos de cristiandad, en nuestro caso de nacional-catolicismo. Pero sólo comportándose así, la Iglesia podrá recuperar la credibilidad evangélica dañada gravemente durante cuarenta años de complicidad con el franquismo.
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