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Tribuna:
Tribuna
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Un secreto inoportuno

Una vez más se acaba de decir a los españoles que está próxima una reestructuración de las relaciones entre el Estado y la Iglesia Católica. Los españoles lo han oído ya muchas veces en tiempos recientes y, para la mayoría de ellos, no será a estas alturas una noticia que les quite el sueño ni les deje preocupados de si por fin va de veras.Pero, siendo la que es la historia de España -y, muy concretamente, la de los últimos cincuenta años-, la cosa tiene importancia. Y, si los españoles estuvieran suficientemente informados, se interesarían por ella, como se interesan por otras cosas de las que puede depender algo de su paz y bienestar futuros. En todo caso, aquellos españoles que nos sentimos seriamente cristianos y miembros de la Iglesia Católica, nos interesamos en gran medida por la noticia. Ciframos en ella la esperanza de una Iglesia de verdad libre y sin privilegios, capaz de realizar en nuestra sociedad su razón de ser, que es el testimonio evangélico.

Tenemos que añadir: en la misma medida en, que nos interesamos, nos sentimos una vez más inquietos y defraudados. Porque, como enlas veces anteriores, todo se está llevando en secreto y a espaldas nuestras. Y esto es alarmante ya en sí mismo y todavía más por lo que podría ocultar y propiciar.

Por el tenor de ciertas brevísimas notificaciones, podemos colegir que esta vez va todo un poco mejor encauzado que las anteriores. Fue un gran paso la renuncia de los dos privilegios más polémicos, el de la «presentación» en el nombramiento de obispos y el del «fuero» o necesidad de permiso para la acción judicial contra los clérigos. Parece también que se ha renunciado a la idea de hacer un Concordato solemne, y esto resulta particularmente feliz. Se aspira a acuerdos parciales, una fórmula que desde hace bastantes años era la propugnada desde la base comomás funcional y menos expuesta a equívocos.

Sabemos que se ha realizado cierto trabajo en comisiones de técnicos, cosa muy razonable. Y sabemos el tema de algunos de los puntos sobre los que ha trabajado para el acuerdo:

- Relación de matrimonio civil y canónico.

-Enseñanza de la religión.

-Reorganización de la «dotación económica» delos sacerdotes; es decir, de la retribución de sus servicios pastorales por sus beneficiarios hecha por medio del Estado.

Suponemos que también se tratan cuestiones de justicia social, en sí más generales pero que afectan a organizaciones de la Iglesia, concretamente a las docentes y a las de beneficiencia.

Pero ya no sabemos más. Ni sabemos el contenido concreto de lo que podrá constituir el acuerdo, ni sabemos por qué procedimiento se va a llegar el acuerdo. Que el trabajo de las comisiones técnicas se haya hecho en reserva, es natural. Ahora sería el momento de una amplia información y consulta de la opinión pública. Pero todo indica debemos temer que sólo seremos informados cuando ya no podamos aportar nada -y no sólo los fieles sino, en lo sustancial, tampoco la mayoría de los obispos-; porque todo seguirá trascurriendo «diplomáticamente» entrq el Gobierno y el Vaticano, que, a estos efectos, parece convertirse en el equivalente de la Iglesia Católica.

¿Tiene que ser así? ¿No resulta anacrónico e innecesariamente sospechoso estejuego de habilidad diplomática, ahora que el régimen, al menos en su pretensión, ha dejado de ser dictatorial? ¿Qué se gana con ese silencio? ¿Por qué no se mantiene una línea de procedimiento más conforme con el acento puesto por el último Concilio en el hecho de que la Iglesia la formamos todos los católicos, con una real corresponsabilidad? ¿No son demasiado malos tiempos para permitirnos algo que será visto desde todos los ángulos como un proceder autoritario? ¿Se dan cuenta los jerarcas eclesiásticos de cuánto puede eso contribuir a que los fieles sigan «desenganchándose»?

Estas son las preguntas que puede hacerse bastante razonablemente el católico español. Pero en su fondo hay otra más grave y más universal: ¿No tienen derecho todos los españoles a la información y a la participación en la búsqueda de las soluciones mejores en temas que son complejos y les conciernen muy de cerca? No se invoque el paralelo con el secreto de las negociaciones diplomáticas. Probablemente incluso tal secreto es disfuncional e injusto. Pero es que en, nuestro asunto no se trata de la relación diplomática con un poder extranjero.

Se trata de que los españoles se entiendan consigo mismos como ciudadanos y como católicos. En cuanto ciudadanos, se acaba de reconocer su soberanía. En cuanto católicos -aquellos que quieran serio-, saben que tienen un encuadramiento jerárquico: dependen de sus obispos -que forman conferencia a nivel nacional- y del Papa. Pero eso no les quita responsabilidad.

El encuadramiento jerárquico no puede en este caso prescindir del «principio de subsidiariedad» tan inculado por la ética católica, según el cual no debe hacer la instancia superior lo que puede hacer la inferior. Al Papa le corresponde obviamente la vigilancia para que la inevitable y sana diversidad según países, no rompa una básica unidad de la Iglesia. Pero el protagonismo de la decisión en cada país parece debería llevarlo la Conferencia Episcopal -como, por parte del Estado español, las próximas Cortes Constituyentes-. Y sería muy oportuno celebrar previamente «asambleas conjuntas» con los laicos, a nivel diocesano y regional.

Pero mi objetivo inmediato es, por hoy, más sencillo que todo eso: expresar el deseo que se abra un tiempo de información y formación de la opinión pública española, entre católicos y no católicos. Afortunamente puedo terminar mis reflexiones con esta importante adición: todavía estaríamos a tiempo de hacer las cosas suficientemente bien.

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