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¿Cuánto vale un ser humano?

He aquí una pregunta que siempre me ha fascinado. Quizá por ser yo parte interesada en dicha valoración; quizá porque ella es premisa previa al estudio de las causas que producen la creciente depreciación del hombre. Esta pregunta no debería tener más que una respuesta. Su valores inconmensurable. Cada hombre fue creado con señas de identidad únicas e irrepetibles, y es un pequeño universo de sensaciones, afectos y vivencias. Sin embargo, es utilizado a menudo como la más contingente y deleznable mercadería.Todavía niño, me asombró enterarme del mísero valor de un cuerpo humano. Leí no sé dónde que no valía sino 93 centavos de dólar. Me acuerdo perfectamente de la irrisoria cantidad. Es decir, todo el fósforo, hierro, calcio, cloruro sódico y un innumerable etcétera que mi desconocimiento de la química me hacían suponer, no llegaban ni a sesenta pesetas de las de hoy. Todos me dirán que un hombre no son sólo sus huesos y sus músculos, que Kant o Beethoven fueron el resultado de unas complejas estructuras químicas que tenían tan poca relación con sus personalidades finales como los tipos sueltos de la imprenta con el Quijote una vez compuesto. Y que nadie valora un ser humano en esta forma. Lamentaría desilusionar a estas bien pensantes personas, pero no está tan lejano el tiempo en que en campos de exterminio, como Dachau, Belsen o Mauthaussen, el precio de un hombre era el de sus elementales componentes químicos. Ni siquiera su trabajo tenía valor alguno, pues en muchos de estos campos los internados, cual grotescos sísífos con pijama a rayas, estaban obligados a traer y llevar enormes piedras arriba y abajo por interminables escaleras. Grasa para jabón, cabellos para tejidos y cenizas para abonos; ese fue el valor final de muchos seres humanos.

El hombre se deprecia sin cesar, quizá porque hay una superproducción de seres humanos que los gobiernos, como jugando a la baja, propician por todos los medios. Los antiabortistas franceses exhiben su slogan: «Laissez-les vivre», pero nunca gritan esto cuando se trata de la guerra o de condenados a muerte. Por supuesto hay que dejar vivir, pero no sólo a los no nacidos, sino también a los que nacieron, a los que son hombres con todas las patéticas servidumbres que ello conlleva.

Cuando la Iglesia devolvió su calidad de seres humanos a los esclavos y a las mujeres, pareció que iba a nacer un nuevo respeto hacia el hombre, hacia su cuerpo y hacia su espíritu. Pero en unos pocos siglos las querellas religiosas habían producido tantas víctimas, que Voltaire -que por su suerte no conoció el siglo XX- afirmaba, y con razón, que las religiones, nacidas para exaltar al hombre, eran la causa que más hombres habían destruido. Se estaba produciendo una peligrosa inversión de valores. Se hipostasiaba el concepto de espíritu y se rebajaba el del cuerpo, y, por tanto, el de la vida. En la esencia y la existencia el cristianismo empezó a ver una antítesis en vez de una síntesis. El ser y el existir son las dos caras de una misma realidad: el ente humano. Era inútil que un gran pensador, cristiano aunque racionalista, hubiera dicho: «Pienso, luego existo, y no soy, porque entre ambos términos hay una sutil diferencia pero fundamental, que el cristianismo no logró entender. Para salvar el alma se aborrecía y se torturaba el cuerpo, y en ello se empecinó durante siglos la Inquisición. Así, en línea lógica con tan desatinada concepción de la vida, pudo decir el arzobispo de Béziers al ser preguntado por sus sicarios durante la represión de los albigenses si habían de pasar a cuchillo a todos los prisioneros, presuntos herejes, pese a que entre ellos podía haber algún católico: «Matadlos a todos, que Dios reconocerá a los suyos.»

¡Ah, pobre vida del hombre! Siempre tratada como un valor contingente. Aunque el ser humano sea «portador de valores eternos», como en la escuela se enseña, casi siempre su precio ha estado por debajo de los bienes materiales. En Chile, por ejemplo, el hundimiento del valor del ser humano hizo subir la cotización del cobre. Amarga lección de economía que nuestros textos escolares ignoraban.

Hoy asistimos al insólito espectáculo de que la muerte violenta de un ser humano desencadena un movimiento de solidaridad que, como un irresistible y multitudinario duelo, paraliza una región con grave daño para la economía. Pese a que sería ingenuidad creer que estas protestas se basan en estrictas razones de humanismo, bienvenido sea el momento en que el aniquilamiento arbitrario de un hombre daña no solo abstractos principios, sino también y en forma nada metafórica las cuentas corrientes y los sacrosantos índices de producción.

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