Después de referendum
El Gobierno ha obtenido una victoria en las Cortes. Victoria que en grandes sectores de la opinión española e internacional ha tenido una honda resonancia. Negarlo constituirla una torpe insinceridad. Y nada hay más perjudicial en política que empeñarse en desconocer las realidades.Sin embargo, el reconocimiento del hecho no impide su valoración. Incluso, a mi ver, la exige.
Al poner en marcha la reforma, el Gobierno podía seguir dos caminos: el que ha escogido de respetar todo el formalismo de las instituciones vigentes; o el de utilizar la vía más directa, pero perfectamente legal, del referéndum previo que le proponían las fuerzas de oposición de la democracia cristiana.
Este último ofrecía la triple ventaja de no tener que negociar con nadie el contenido del proyecto, de acortar la duración del proceso y de no dar tiempo a que, en esta fase inicial, se acentuaran las exigencias de los inmovilistas y se agudizasen los radicalismos de ciertos sectores de la oposición.
El señor Suárez se decidió por la primera vía. ¿Convencimiento digno de toda respeto? ¿Imposibilidad de seguir la segunda ante resistencias que no estaba en su mano superar? No vale la pena de entrar hoy en un análisis de las motivaciones gubernamentales. El hecho es que se decidió a dar la batalla en las Cortes y que en ella obtuvo la victoria. Pero, ¿a qué precio? ¿Con qué consecuencias? Esto es lo que conviene examinar con la máxima objetividad posible.
A mediodía del día 18, después de los debates de la mañana, las perspectivas para el Gobierno no eran tranquilizadoras. Por la tarde, después de una negociación de pasillos con el grupo que canalizó la resistencia en las Cortes, el panorama cambió. Las lanzas se trocaron en cañas y la intransigencia quedó reducida a unos mínimos exponentes.
No censuro el procedimiento como tal. Tales arreglos extraparlamentarios han sido y serán denominador común de todos los regímenes. Rechazarlos en nombre de un puritanismo insincero o zaherirlos con remoquetes despectivos sería pura demagogia irresponsable.
Pero está claro que el Gobierno tuvo que ceder en lo que con cauteloso eufemismo se ha calificado de «correctivos» al sistema electoral proporcional. No se han atrevido unos y otros a decir que era una última apelación a un sistema mayoritario, en que cifraba sus mayores esperanzas un conglomerado heterogéneo de personalidades, cuyo único común denominador es asegurar la continuidad del totalitarismo al que han servido.
Todas, o casi todas, las fórmulas de compromiso elaboradas en esfuerzos transaccionales de última hora suelen adolecer de falta de precisión. Se respetan aparentemente las convicciones opuestas y se salva el amor propio de los contendientes. Pero al problema de fondo no hace más que aplazarse.
La solución elaborada con tanto trabajo ha dejado mal parado al «bunker» y dificultará, aunque no impedirá necesariamente, una ley electoral justa. Pero exigirá un gran trabajo de adaptación de principios en cierto modo contradictorios, lo que hará más penosa y arriesgada la tarea. Una buena técnica legislativa puede, sin embargo, salvar el obstáculo. En esto, como en otros muchos extremos esenciales de toda reforma constitucional, el proyecto aprobado no ha resuelto los problemas. Los ha aplazado. Ha abierto el cauce para que se elijan unas Cortes en las que se van a acumular los enfrentamientos ideológicos y prácticos que hoy sacuden la entraña de la sociedad española. Eso es inevitable, dado el camino reformista que se ha seguido. Lo que importa es que todos nos esforcemos en no acumular mayores dificultades, que con buena voluntad se pueden y se deben orillar.
El primer problema que tenemos ya al alcance de la mano es el del referéndum, y la primera obligación que nos plantea es la de reducir su alcance a sus verdaderas proporciones.
No estamos ante un referéndum que suponga la consagración o el rechazo por votación directa de los ciudadanos de una reforma constitucional elaborada por una Asamblea elegida por métodos democráticos y ampliamente discutida por una opinión pública organizada en partidos y a través de unos medios informativos tradicionalmente libres.
Tampoco encaramos una consulta popular concebida para abrir el camino a una reforma institucional todavía no articulada.
El referéndum que tenemos a la vista es un simple trámite exigido por una legislación en vigor, cuyo formalismo se quiere respetar hasta que desaparezca.
Entablar una batalla en torno a un referéndum que constituye una simple formalidad sin contenido trascendente, me parecería -hablo a título personal y nada más un insigne error.
Sin una intervención eficaz en la votación, que hoy por hoy es imposible de organizar, y con una notoria desigualdad entre Gobierno y oposición en cuanto a los medios de propaganda -se, empieza a. hablar de cifras escandalosas con cargo a un presupuesto que nutrimos todos los españoles-, el resultado del referéndum está ya previsto. Será el que el Gobierno quiera.
Creo que el señor Suárez tendrá la prudencia y el buen gusto de no llegar a los excesos arrolladores de algún antiguo organizador de consultas electorales, que fijaba previamente un porcentaje triunfalista lindante con el cien por cien de los electores inscritos, que se habla de alcanzar a base de una propaganda monopolizada, merced a la cual, en dosis cuidadosamente calculadas, se iban alcanzando, conforme la fecha de la consulta se acercaba, lo que el contratista del entusiasmo de la opinión pública llamaba niveles cada vez más elevados de intoxicación (sic).
El pueblo tendrá que aceptar lo que se le ofrezca, sin pararse a considerar el fondo de la reforma, y lo hará porque es él único camino de que se celebren las elecciones. Oponerse a lo que ya está decidido y que no tiene trascendencia intrínseca sería adoptar una actitud negativa y estéril. Empeñarse en convencer a los españoles de las conveniencias de participar en una consulta cuyos resultados están previstos antes de que se celebre, me parece un esfuerzo innecesario e incluso poco digno.
La verdadera batalla es la que hay que librar en torno a los problemas que se plantearán con caracteres de máxima urgencia al día siguiente del referéndum: reconocimiento de todos los partidos políticos; igualdad de posibilidades de propaganda de todas las tendencias; elaboración de la ley electoral con participación de los núcleos de la oposición; supresión de las limitaciones que aún subsisten, impuestas por una legislación dictatorial al ejercicio de los derechos ciudadanos; garantías eficaces de una efectiva neutralidad del Gobierno en la contienda electoral...
Este último punto resume todos los anteriores. El Gobierno no puede presentarse a las elecciones con un partido suyo, ni apoyando a los que, con diversas modalidades, sólo propugnan le continuidad de lo actual. Puede y debe ser el árbitro absolutamente imparcial del próximo juego político, y para demostrarlo está obligado: como trámite previo e inexcusable, a desmontar el aparato opresor del Movimiento.
¿Podría creer nadie en la imparcialidad del Gobierno y cabría considerar válidas unas elecciones celebradas mientras subsistiesen los delegados provinciales y locales del Movimiento a más de otras instituciones controladas por el caciquismo del partido único, y, sobre todo, esa Secretaría General nutrida desde hace decenios por el dinero de todos los españoles, Y que este mismo año va a ser agraciada con la cifra escandalosísima de casi seis mil millones de pesetas, consignados en presupuesto?
Dije en otras ocasiones -y lo mantengo- que el Gobierno debe convencerse de que su papel es el de una Comisión Gestora y nada más. No se vea en estas palabras un propósito despectivo. ¿Podría caber mayor gloria a un Gobierno que dice que quiere la democracia -y no puedo dudarlo sin ofenderle- que ser la Comisión que gestione la devolución al pueblo español de la soberanía cuyo ejercicio le corresponde?
No puedo, sin embargo, sentirme optimista en este punto.
El señor Suárez es más partidario de hablar que de negociar con la oposición democrática. Hasta ahora, esa ha sido su táctica. Hoy mismo, al menos en lo que se refiere al referéndun, parece que su propósito es que se le firme un cheque en blanco. Se engañará peligrosaniente si piensa que la oposición no exigirá que el cheque se rellene antes de las elecciones, que es cuando va a decidirse la suerte de España.
Por parte de lo que con notorio equívoco se llama la oposición derechista al Gobierno, ha encontrado éste todas las facilidades propias de los que quieren salvar los muebles cuando la casa se hunde. La oposición democrática no está en esa situación. Tiene derecho a negociar y quiere hacerlo con espíritu constructivo y con decoro.
El Gobierno tiene la palabra.
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