El precio de la reforma
Hacer política es adelantarse a los acontecimientos, proyectar ideas y acciones sobre la realidad social y percibir los síntomas de los trastornos colectivos antes de que la marcha de los acontecimientos nos sorprendan.Los Gobiernos que se han venido sucediendo han seguido la realidad social a remolque de los acontecimientos, operando por reacción más que por acción, otorgando las libertades, poco a poco, gota a gota, como si ello constituyese en sí un acto generoso al que se accede ante una insistencia machacona. Del paternalismo unipersonal precedente se pasaba así a un nuevo paternalismo, globalizando en instancias indefinidas para ofrecer la democracia como una innovación original.
Licenciado en Derecho por la Universidad de Madrid
Desde hace años es uno de los promotores del movimiento liberal, en especial del Partido Progresista Liberal, en vías de constitución
En esta línea se inscribe la llamada reforma política que viene a ser un procedimiento arbitrado para ir cediendo, cuando es inevitable el ceder y para ir resistiendo, siempre que la resistencia sea posible.
Pero la reforma ha venido arrastrando dentro de sí, desde su origen, una contradicción de base, que no tardó en manifestarse.
Los principios autoritarios que inspiraron al régimen de Franco difícilmente sirven para alimentar una democracia incipiente.
Las palabras pueblo, elecciones, democracia, voto, suenan en los labios reformistas a monsergas similares a las que tantas veces habían sido repetidas en aras de un poder personal ilimitado. Las instituciones franquistas están tan sólo equipadas para una tarea aquiescente y monocorde, y la democracia, como expresión de la voluntad de la nación, suena en sus recintos a música celestial en abierta contradicción con el sistema. Y es que el franquismo y democracia no se pueden articular porque su conjunción es inviable; algo así como la cuadratura del círculo.
El presidente Suárez ha profundizado, aún más, en el proceso reformista llevándolo a sus últimas consecuencias, dando lugar a una especie de «reforma a fondo» configurada en el proyecto de ley constituyente aprobado en las Cortes, que ahora convive, como huésped incómodo, en medio de una jungla institucional que le es extraña y de la cual se habrá de defender si no quiere teñirse de contradicciones.
El proyecto de ley Suárez ha sido el punto de inflexión de este cambio político que encontró resistencias dentro y fuera, del sistema originando, una lucha ideológica basada en los dos principios contrapuestos que se pretendían combinar. Al elegir su paso por las Cortes y pedir la aprobación de los institutos autocráticos, en el fondo se disfraza la naturaleza del proceso constituyente que en realidad se abre. El proyecto de ley para la reforma constitucional ha merecido la aprobación de 425 ciudadanos respetables, pero que carecen de mandato popular. El Gobierno Suárez ha cumplido, con ellos, con el franquismo. Ahora le toca hacerlo con la democracia.
La resultante de esta tensión polémica es la erosión del clima convivencial, porque, los unos, afectos al régimen anterior, ven en la reforma un mal necesario, pero con un contenido negociable, y los otros, la oposición, ven con estupor los propósitos constituyentes tergiversados en un penoso periplo por las cámaras orgánicas en una estrategia inserta en la vieja problemática política.
El proyecto Suárez es, en realidad, una ruptura legalizada que abre un campo de posibilidades al despliegue del juego democrático en nuestro país, pero se inserta en el camino de la reforma en cuanto tiene de acomodo subrepticio a los esquemas autocráticos precedentes.
El despliegue de la libertad política se hace de puntillas para no despertar a los viejos leones reaccionarios como si el país entero hubiese de pedir disculpas al ejercitar el derecho básico a elegir sus representantes y votar sus leyes.
Y es que la reforma, aún en su versión actual, es el procedimiento menos dramático, pero más costoso, porque va erosionando los centros del poder, en virtud de un tira y afloja en el que la credibilidad de las partes sufre una merma, muy onerosa para el poder en ejercicio, y de gran desgaste para la imagen política de la oposición, condenada a la crítica permanente.
El desplazamiento progresivo de las instancias del poder termina por confundir la opinión, hasta llegar ésta a la conclusión de que el poder lo ejercitan sólo los aparatos de mantenimiento del orden, independizados parcialmente de un ejecutivo cada vez más involucrado en una operación negociadora de un, proceso constituyente. La separación de los poderes, principio básico del Estado liberal, sufre el impacto de esta confusión de funciones, en la que el ejecutivo se embarca en tareas legislativas, relegando la actividad que le es propia, la de gobernar, a la consecución de este ingente empeño. Los asuntos económicos, financieros, laborales, exteriores y comerciales, el Estado en suma, quedan relegados a un segundo plano ante la pavorosa perspectiva de un posible fracaso de la tarea constituyente y la política económica sufre el impacto de este aplazamiento indefinido con el consiguiente deterioro de la imagen pública del poder.
La idea de la ruptura como arranque ex-novo de la realidad política hubiese tenido el riesgo de un trauma inicial; pero una vez emprendido el camino, se hubiese ido progresivamente «a más», ya que se partía de una premisa clara y nueva, y las acciones subsiguientes no hubiesen estado en contradicción con el punto de partida, como es el caso en Ias medidas reformistas cuyo carácter democrático difícilmente encajan en los Principios del Movimiento, en que se funda el Régimen.
Pero la realidad es que las instituciones franquistas se desintegran por falta de apoyaturas sociales y populares, y el trauma de la desposesión institucional no queda compensado por una filosofía global de la situación política. Lo que se ha venido a llamar «ruptura» no es otra cosa más que un partir, desde un principio, de una filosofía de base democrática que da, en cada caso, la respuesta apropiada a los fallos institucionales. Lo contrario es un deslizamiento hacia la contradicción permanente.
El país necesita en este instante, una vez vencidos los trámites de la reforma, una instauración netamente democrática, un arranque inequívocamente democrático; una ruptura como designio supremo propiciado por el poder real para instaurar, junto a la Monarquía, las primeras instituciones concertadas con el apoyo popular, que sería, en última instancia, el camino más corto, más claro y menos costoso.
Sólo así podría negociarse una estabilización económica y sólo así el poder, asumiría su misión histórica, dando sentido y finalidad a su estrategia hoy atrapada en una maraña de viejos intereses.
Un Gobierno provisional, como el que ahora tenemos, podría asegurar este nuevo rumbo siempre que, a título de gestor, despoje el proceso constituyente de la impedimenta autoritaria que, como lastre, dificulta su marcha y convoque a la nación a esta gran tarea sin más trámites ni requisitos que los que la propia nación establezca en los nuevos cuerpos legislativos.
De otra forma, la oposición democrática quedaría en un ghetto, aislada de la responsabilidad histórica de asistir a un proceso netamente democrático o tendría necesidad de ir buscando un pacto con el poder, hoy por hoy inviable. La ruptura pactada no es posible porque la oposición no puede actualizar aún sus activos populares en una operación de envergadura, ya que la crisis económica daría al traste con el país, y tampoco su fuerza de convocatoria ha alcanzado aún su plena dimensión, o al menos la suficiente para ponerla sobre la mesa de las negociaciones. La iniciativa corresponde al poder, asumiendo el supremo deber de arrancar nuestra historia reciente del marasmo de los hábitos de la dictadura para instalarla, desde la nación, en una legalidad de nuevo cuño, con el nuevo concurso de nuestro pueblo. El proyecto Suárez queda, pues, pendiente de este esencial paso. Ahora ha de hacer la ruptura. Las grandes declaraciones fundamentales no suelen ser prácticas para instrumentar soluciones, pero son esenciales a la hora de iniciar un nuevo camino desde un nuevo punto de partida. La consagración del principio de la soberanía de la nación obliga a arrumbar a un bagaje institucional autoritario y retrógrado. Y esto hay que decirlo. Y hacerlo.
Si el Gobierno continuase por el camino de la reforma, agotando en cada caso las exigencias de la legislación precedente, las fuerzas externas continuarían su forcejeo por imponer un turno polémico.
El poder debe, pues, definirse de forma inequívoca y dar paso a un proceso netamente constituyente en que quede claro un camino inaugural de una nueva etapa fecunda en esperanzas. Una vez consumado el extraño periplo reformista a través de la sumisión a Cortes del proyecto de ley para la Reforma Constitucional, una vez aprobado éste y convocadas las elecciones, los objetivos son ya claros rumbo a la democracia. Si esto no lo hiciese el poder, lo terminaría haciendo la nación cuando ya no tuviese fuerzas económicas. Y eso sería demasiado tarde. Un país exangüe sería un precio demasiado caro para una reforma política.
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