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España, a la fecha / 2
Tribuna
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El ocaso de las ideologías

Para quien, como yo, desde la altura de una cierta edad y habiendo pasado al exilio tras de la guerra civil, se asomaba a observar durante la década de 1960 a las promociones que entonces despuntaban en España, constituía motivo de mucha perplejidad el comprobar cómo esos muchachos crecidos en el aislamiento y bajo una presión oficial tan fuerte presentaban sin embargo en su fisonomía colectiva rasgos comparables a los que en otros países del occidente mostraban sus compañeros de generación formados en una atmósfera de prosperidad y libertad. Diríase que bajo las particulares condiciones políticas de cada país actúan otros condicionamientos histórico-sociales más amplios, que homologan a los coetáneos nacidos dentro de un cierto ámbito cultural.

Dejando a un lado todos los demás aspectos (aunque sería sabroso reseñar la rápida incorporación de los españoles a la subcultura juvenil de sus compañeros europeos y americanos), quiero referirme en especial a los relacionados con las ideologías políticas asumidas o desdeñadas por ellos. En un primer momento, y superficialmente, la revelación -y rebelión- en España de aquellos chicos de buena familia, hijos acaso de ministros y de generales, que asomaban de pronto esgrimiendo las armas intelectuales de la panoplia izquierdista, hacia pensar en tantos y tantos señoritos de otros países cuyo último y más refinado lujo de play-boys consistía en proclamar su revolucionarismo proletario con burlesco desprecio hacia la sociedad capitalista de cuyos frutos gozaban ávidamente. Pues también aquí teníamos un izquierdismo de buen tono exhibido por personas colocadas en posición social de privilegio. Pero en seguida se mostraba superficial la asimilación; o cuando menos, requería ser matizada en manera cuidadosa. Para empezar, el juego no era en España gratuito; y quienes, no tan seguros de tener guardadas las espaldas, se atrevían a jugarlo, lo hacían con irreprochable buena fe: nadie tenía derecho a ponerles la tacha de irritante frivolidad que muchos, bien avenidos protestatarios europeos y americanos, merecían. Estos otros, los españoles, frente a una realidad -intolerable estaban buscando la tradición disidente de su patria, de la España (o, si sus palabras así lo preferían, de la anti-España) ahogada y sumergida en la guerra civil; y la buscaban, explicablemente, en sus manifestaciones, ideológicas más radicales y utópicas, por más que esas ideologías hubieran perdido ya para el mundo de entonces su virtualidad funcional. Se trataba de luchar, y era una lucha a vida o muerte. Echaban mano de las ar mas a su alcance, aunque fueran obsoletas, y sin saber que lo eran. ¿Cómo hubiesen podido saber lo?... Así, pues, su coincidencia con los intelectuales de ideología radical en el mundo de la abundancia era más aparente que real.

Y con todo, no dejaba de haber coincidencia. Si la postura de estos últimos resultaba tan fútil, era precisamente porque su proclamada ideología carecía ya de virtualidad funcional. El gesto heroico y la mueca grotesca tenían, pues, una misma base; y en el fondo también la comedia de señoritos rebeldes en una sociedad de masas trabajadoras satisfechas y conservadoras albergaba un cierto patetismo, pues daba expresión -aunque inadecuada, y en el mero nivel de las verbalizaciones huecas o de los actos vanos- a la inconformidad con una situación que, por supuesto, requiere implacable crítica, pero cuyos males no pueden curarse con las recetas de una farmacopea política vetusta, sólo capaz de agravarlos.

Recetas inaplicables

Porque la verdad es que esas recetas -las ideologías heredadas del siglo XIX- resultan inaplicables a la realidad social de nuestro tiempo; la verdades que, con el proceso iniciado por la primera guerra mundial y concluido al terminar la segunda en 1945, se debilitaron, desvanecieron y debieron quedar arrumbadas las convicciones políticas que antes habían tenido arraigo en el occidente, y aun la misma concepción del mundo sobre la que se fundaban. Cómo todavía hoy subsisten a manera de fósiles sus formulaciones, rótulos y hasta instrumentaciones que pretenden responder a ellas, difícil será que quienes no hayan respira do la atmósfera espiritual anterior a 1945 perciban el alcance de lo que quiero significar si digo que en esa época las ideologías políticas continuaban aún funcionando como sustituto efectivo de las creencias religiosas a las que habían desplazado de la conciencia colectiva a partir del siglo XVIII, cuando se afirma la laicización de la cultura. Con tal laicización, se traslada al terreno de lo contingente, al terreno de la organización de la convivencia humana, el compromiso vital del hombre, la fe ardiente que antes estaba regida por claves teológicas, y así las luchas políticas asumirían aquella ferocidad que antes había sido peculiar de las guerras de religión. No es, claro está, que las creencias religiosas hubieran de la superficie de la Tierra; pero quienes las conservaban, vivían una vida escindida donde lo religioso, en cuanto tal, quedaba reducido al fuero interno, sin mucha conexión con lo exterior de la actividad práctica, o bien se transfería a ésta, politizado. Ahora era la ideología política la que reclamaba una adhesión total e incondicionada, la que se había convertido en materia de fe, -una fe que tenía sus dogmas, su doctrina, sus teólogos, sus confesores y mártires, y también sus heresíarcas, sus apóstatas, sus conversos y sus renegados.

El deterioro del marxismo

Sin duda que no me encontraría solo al sostener que la última pseudo-religión, o religión laica, ha sido el marxismo. Después de él, no se ha visto surgir ninguna otra ideología dotada de vigor suficiente para apelar tanto a las potencias de la razón como a la imaginación y las emociones. Le había precedido y abierto camino el nacionalismo liberal, cuya trayectoria está más agotada, y fue seguido por el fascismo, que se proponía suscitar en las multitudes respuestas de tipo puramente emocional con renuncia a toda racionalidad; más aún, que basaba su actuación en el irracionalismo: si era una religión política, lo era de un primitivismo grotesco. En cuanto a la concepción del mundo sostenida por el marxismo, con el paso del tiempo hubo de sufrir el deterioro que la historia impone, y afrontar la prueba de los hechos a que la inmanencia de su proyección metafísica lo exponía y condenaba: sus profecías debían tener cumplimiento en este mundo, no en el más allá; la salvación debía efectuarse sobre la Tierra. Pero la salvación no ha llegado, y las profecías han quedado Incumplidas. Su propia filosofía de la historia se encargó de desmentido y, en este sentido, su triunfo, su aplicación práctica, ha sido su némesis.

Esa aplicación práctica había de desacreditar en el terreno de los hechos históricos (que es su terreno propio, puesto que su reino sí debía ser de este mundo) la doctrina marxista, precisamente en los años mismos en que se estaba comba tiendo en España la guerra civil. Me refiero al espectáculo atroz de las purgas soviéticas en Rusia, y a la desmoralización lamentable del socialismo europeo, particular mente, con la claudicación del Frente Popular en Francia, para no hablar del transvase a los cuadros nazis de los partidos socialdemócrata y comunista en Alemania. Después de tales experiencias, ¿cómo mantener una fe razonable en la validez. de esa doctrina? fe ciega, adhesión irracional es la que tal podría seguir concitando en algunos desesperados...

Durante la guerra internacional abierta que fue continuación de la española, las vagas invocaciones de principio, usadas con el valor de mera propaganda (pronto declararía Churchill que no se trataba de una guerra ideológica), pertenecían al liberalismo democrático por el lado occidental, y al nacionalismo patriótico por el lado soviético. Y cuando la gran catástrofe hubo terminado, no sólo eran escombros materiales los que cubrían el suelo, sino también escombros intelectuales los que ocupaban las mentes. Las ciudades fueron pronto restauradas; la economía se restableció y creció de modo maravilloso; pero en el orden político seguimos malcubriendo nuestra desnudez con los harapos de ideas que son remanente del pasado.

Con perversa satisfacción e intención tendenciosa, alguien ha insistido en proclamar, aquí en España, lo que objetivamente es un hecho innegable: la era de las ideologías ha concluido. Ciertamente, y puesto que resultaba indispensable una vez terminada la segunda guerra mundial montar unas instituciones de gobierno en los países devastados, aquellos que quedaron bajo la dominación rusa recibieron un facsímil del régimen soviético, mientras que aquellos otros colocados bajo la hegemonía de Estados Unidos adoptaban las mucho más holgadas y vivibles formas de la democracia con pluralidad de partidos políticos y libertades civiles. Así, a la Alemania dividida le tocó conocer una y otra suerte. En Inglaterra, como en los propios Estados Unidos, no había habido interrupción en el funcionamiento de sus órganos de Gobierno; en otros países se reconstruyeron los antiguos sistemas constitucionales y resurgieron los partidos antiguos; pero en todas partes los programas de éstos apenas sí cubren realidad alguna. y, en la práctica, apenas sí difiere la actuación de gobiernos que se titulan socialistas de la de gobiernos caracterizados como conservadores. De hecho, esas agrupaciones han perdido su contenido ideológico y, en lo fundamental, todas siguen, cuando se encuentran en el poder, la misma línea de gobierno, inspirada o motivada por consideraciones de motivo práctico inmediato, con lo cual sus actos de administración no pasan de ser expedientes del momento. Y ¿qué decir respecto de sus clientelas, de sus afiliados o de las masas que, a la hora de votar, acuden a las urnas electorales? No suelen ser, por cierto, estímulos ideológicos los que, les mueven; a lo sumo, la perspectiva de intereses concretos, cuando no emociones elementales y frívolas.

Desinterés popular

Excelente ejemplo de lo que digo, y muy actual, es la última campaña presidencia¡ en Estados Unidos. Frente a la indiferencia y general apatía del público, los candidatos de los dos grandes partidos tradicionales, republicano y demócrata, debatieron por televisión cuestiones nimias, esforzándose por marcar diferencias inexistentes con palabras vacías que, de cualquier manera, nada importan, pues -como nadie ignora, y menos que nadie ellos mismos- carecen de toda relación con lo que ha de ser la futura gestión presidencial del que salga elegido. El caso de estas elecciones no hace sino acentuar lo ocurrido con las anteriores, y en otras de antes, sin que falten periodistas dispuestos a explicarle a sus lectores por qué piensan abstenerse de depositar su voto cuando llegue el momento. Creo que no debe verse en éste un caso excepcional y anómalo de desinterés popular por el proceso democrático, sino más bien una ilustración conspicua de la situación que es común a todos los países (al menos, los países de civilización tecnológica avanzada) en cuanto se refiere al manejo de la cosa pública: se piensa, o acaso se siente que sus problemas deben ser encarados, como tales problemas, en sus propios términos y con vistas a soluciones pragmáticas, y no a partir de unos determinados principios teóricos de carácter universal en los que ya nadie tiene verdadera fe.

Si esto es bueno o malo, sería material a discutir. Para mí, pudiera no ser en última instancia una señal desfavorable, pues pienso que la política, la actividad encaminada al ejercicio del poder público, es un mal necesario que se exacerba cuando en ella se pone la pasión del compromiso vital. Siempre hay en el fondo de las ideologías algo utópico, y cuando se las sostiene y quiere aplicárselas a ultranza suelen conducir a catástrofes, por aquello de que lo mejor es enemigo de lo bueno. Este es un tema tentador que pediría amplio desarrollo, pero no pertenece al presente momento y propósito. Por ahora, he de limitarme a señalar que las ideologías que animaron la Vida pública durante el siglo pasado y comienzos del actual han periclitado sin que en su lugar hayan venido otras a sustituirlas.

Con esta realidad habían de encontrarse las nuevas generaciones españolas al salir de la cueva en que el régimen franquista las tenía encerradas, en que habían crecido. Unos jóvenes, los de conciencia más alerta y espíritu generoso, quisieron enfrentarlo recogiendo como bandera las fórmulas políticas aureoladas por el sacrificio de los derrotados en la guerra civil; otros, prefirieron más bien tomarlo a beneficio de inventario, desdeñando toda fórmula política o adoptando de labios afuera las implantadas por el régimen. Este último curso de acción, el más fácil, el que menos tensión requería y prometía mayores ventajas a quienes lo siguieran, fue sin duda el de la mayoría. Y así, entre el desafío revolucionario de los unos y el apolítico desvío de los más, la sociedad española (fue la sazón de los tecnócratas) empezó a desarrollarse y se transformó por fin en lo que hoy ha llegado a ser.

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