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La Bolsa y las operaciones a plazo

Como la Bolsa no acaba de levantar la cabeza, suelen oírse toda clase de rumores sobre las causas por las que está tan deprimida (ahora andaba el asunto entre el intervencionismo político del Banco de España y el abstencionismo sutil de algunos grandes inversores privados) y sobre las medidas que podrían adoptarse para sacarla del apuro, que tienen ya cierto aire de geriatría de lujo, costosa y poco eficaz.Uno de esos rumores insiste en la posibilidad de autorizar las operaciones a plazo. Tales operaciones pueden ser de diversas características, pero en esencia significan que los que operan en Bolsa pueden comprar y vender a tantos días vista, estando la ganancia o la pérdida en la diferencia del valor del título entre la fecha en que se acuerda la operación y la fecha en que ésta queda cerrada; de modo que en cierta forma los contratanques apuestan sobre los valores futuros de los títulos. Se dice que las expectativas de lucro de tan divertido juego bursátil podrían animar a los inversores profesionales y, cuasiprofesionales y aligerar el mercado.

Tales operaciones fueron vetadas por la ley de 23 de febrero de 1940, por la que se reanudaba la actividad de la Bolsa con ciertas precauciones, «recomendadas, decía la Ley, por los despojos marxistas y por la fiebre operativa que suele seguir a las épocas de paralización». Lo que en todo caso resultaba cierto para esa ley era que en las operaciones prohibidas nos encontrábamos con un especulador al alza o a la baja. El tiempo pasó, la Bolsa se afianzó y una situación económica desahogada hizo ver con mayor benignidad y comprensión a los negocios bursátiles en general. La ley de 14 de abril de 1962 admitía la posibilidad de ciertas operaciones a plazo, pero, decía el texto legal, «estableciéndose rigurosamente las garantías necesarias para evitar que puedan transformarse en instrumento de peligrosa especulación». De modo que el decreto-ley de 30 de abril de 1964 las regulaba con evidente limitación, «pues si bien la operación a plazo coopera a la perfección del mercado como factor de corrección de las oscilaciones de los cambios, puede así mismo prestarse a una utilización especulativa que en nada beneficia a la función económica que las Bolsas de Valores deben desarrollar». También el Reglamento de Bolsas de Comercio, aprobado por decreto de 30 de junio de 1967, que regula los diferentes tipos de operaciones a plazo, advierte la necesidad de «combinar sus ventajas con el mantenimiento de la necesaria seguridad de las transácciones».

¿Por qué estas prevenciones del legislador contra las operaciones a plazo, en suspenso desde la citada ley de reapertura de la Bolsa en 1940? Una meditación sobre las mismas parece confirmar los temores de nuestros textos legales. Las operaciones a plazo pueden corregir la coyuntura o matizar los desequilibrios estacionales, pueden agilizar el mercado e, incluso, pueden animar a algunos inversores, pero ante todo son operaciones de carácter especulativo. José Antonio Aguirre, agente de Cambio y Bolsa y, durante algún tiempo, secretario general técnico del Ministerio de Hacienda, autor de una reciente monografía muy valiosa sobre la Bolsa, no se arredra ante esta constatación y dice abiertamente: «No realizaremos aquí un panegírico del mercado a plazo, pero sí conviene retener que la especulación es algo consustancial al mercado bursátil y pretender construir un mercado de valores sin plazo es como hacer una casa sin tejado». Todo consiste, pues en una opción entre la eficacia del mercado de valores y la limitación de la especulación institucionalizada.

Porque es evidente que tales operaciones tienen en su base la especulación en su sentido más puro, es decir, el de operar sobre la incertidumbre de futuro. Samuelson, un economista de cierta heterodoxia formal, pero ortodoxo en la substancia, no duda en calificar de especulativas estas «compraventas de futuro». El maestro Garrigues, poco sospechoso de animadversión a nuestras instituciones financieras, bien claro nos dice que «lo normal es que la operación a plazo se realice con fines especulativos» y que por ello suele plantearse el problema de su licitud. Nuestro vecino primer ministro Barre, que no parece que vaya a mutar el orden económico de la Francia, da al tema en su obra clásica un tratamiento aséptico, confiando en los mecanismos que suelen establecerse para someter a disciplina las operaciones a plazo, pero asoma en cada línea el tufillo especulador de las mismas.

Y es que, en efecto, aunque si los que compran y venden futuro adivinan las oscilaciones del mercado, las neutralizan con sus operaciones y contribuyen a la estabilidad, eso no quita el que se trate de un juego fundamentalmente especulativo, cuyo acierto estará basado en intuiciones, adivinanzas o felices interpretaciones de los datos técnicos, o lo que es más importante, en operaciones de cobertura que dan ventaja a una de las partes contratantes.

Además hay otra cuestión. Las posibles ventajas de las operaciones a plazo sólo se darán en un mercado con suficiente pluralidad de inversores y disparidad de estrategias bursátiles. Al menos unos tienen que jugar al alza y otros a la baja. Y en nuestro país, en las condiciones actuales, el bloque de la Banca (y de los fondos y empresas que dependen de la Banca) y el pesimismo económico general que ha unificado conductas, han convertido a la Bolsa en un bloque bastante monolítico, con muy reducidos márgenes para las estrategias bursátiles, como se está experimentando en estos momentos de frialdad, en que no consiguen reanimarla las inyecciones del Banco de España.

Casi reduciendo al absurdo la situación, y dado que el pequeño inversor queda fuera del juego de las operaciones a plazo, cabría decir que estas operaciones sólo animarían el corro jugando todos una estrategia y el Banco de España la contraria, que para que fuera realmente efectiva tendría que ser la de Banco de España-perdedor, subvencionando las operaciones a plazo que supuestamente revitalizarían el mercado. La cosa no dejaría de tener su gracia keynesiana. En último extremo estaría por ver cuántos inversores se atreverían a operar a plazo en las actuales circunstancias políticas del país.

No parece pues, que el conceder libertad para las operaciones a plazo vaya a conseguir una revitalización conveniente del mercado de valores. Y, en todo caso, sus posibles efectos no van a hacernos olvidar los peligros de una especulación institucionalizada.

La Bolsa necesita una revisión de mayor alcance, aunque habría que empezar por preguntarse hasta qué punto están en la Bolsa los problemas de la Bolsa. José Antonio Aguirre, como testigo de excepción de la política bursátil, afirma lo siguiente: «Con el índice de los precios bursátiles las reacciones eran muy diferentes y nadie les atribuía significación para predecir el éxito o fracaso de la política económica que practicábamos; casi siempre se le daba una interpretación política, y, por qué no decirlo, muchos economistas le concedían bastante poca importancia. Nuestros políticos no participaban, desde luego, de aquella indiferencia y tampoco dormían cuando el índice iniciaba una de aquellas carreras a la baja que parece que no van a terminar nunca.»

¿Podrán corregir tal situación las operaciones a plazo? En la terminología anglosajona se suele conocer como a bull (un toro) el que juega al alza, y como a bear (un oso) al bajista. En la situación actual tal vez se aclimatase a las operaciones a plazo una fauna de menor nobleza y nos topáramos con alcistas-lobos y bajistas-zorros. ¿Hay algún responsable de la política económica y bursátil con suficiente vocación franciscana como para pacificarlos?

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