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Esteve Frances, surrealista a la deriva

No hará dos años que, sin previo aviso, aparecía por Barcelona el pintor Esteve Frances, cuyos pasos se creían perdidos y al que muchos, incluso presumían muerto, para proclamar intempestivamente que él no era surrealista, que nunca lo había sido a sabiendas y que, desde luego, no estaba dispuesto, ahora, a posar de tal por exigencias académicas o mercantiles. Demostrando un muy sano juicio, Esteve Frances se negaba a entrar en la historia, esto es, en la muerte; pero, según parece, no ha conseguido sobrevivir al recuerdo implacable de sus contemporáneos y ha muerto, tal como se le exigía, de la enfermedad del surrealismo.Casi siempre, por lo fino, aunque sin resultados, Esteve Frances se empeñaba en templar la afectuosa paranoia de quienes le exigían pruebas de militancia surrealista y le animaban interesadamente a reemprender una producción pictórica, ajena por completo, a la que en ese momento procuraba. Nadie parecía acabar de comprender cómo alguien que había sido amigo de André Breton sólo conservaba de él una carta; cómo de sus estrechas relaciones con Marcel Duchamp se limitaba a evocar no sé qué paella compartida en un restaurante español de Nueva York; cómo podía confesar tranquilamente que sus obras más surrealistas estaban en poder de un «marchand» cuyas señas apenas recordaba; o cómo, en fin, andaba pintando lo que pintaba quien había gozado de la legitimidad surrealista. Con la historia del surrealismo a su favor, los desconcertados admiradores de un Esteve Frances, extemporáneo, no parecían acabar de comprender los motivos de su manifiesto malhumor y su disgusto por el papel de fantasma de Canterville a que se le forzaba. La historia andante es «contra natura»: la historia no anda; yace. Por eso, Esteve Frances veía con horror la simpatía complaciente y fatal que despertaba su antigua vinculación al surrealismo.

Desde el momento en que, sancionado por los últimos desperdicios surrealistas, Maurice Nadeau, puso manos a la obra de convertir a un mozo petardista en un caballero respetable, nada podía evitar que la enfermedad del surrealismo les fuese mortal a unos pocos para salvar así a los muchos, sin privarles empero del pasajero escalofrío de una inoculación garantizada. Eluard ha sucumbido a sus poemas para que nosotros podamos salir vivos de su lectura. Porque lo sabía, Esteve Frances quiso renunciar a la dudosamente honorífica condición de antídoto y planeó una modesta deriva que le llevó desde la exposición lógicofobista, de 1936, hasta el frente de la Sierra de Alcubierre, y de allí a París; al exilio surrealista de Nueva York, a México y a Mallorca, impulsado por un amour fou. Esteve Frances se había perdido. De su paso por el surrealismo, ni siquiera quedaba el comprobante de una firma al pie de un manifiesto; tan sólo algunas fotografías con el grupo y los numerosos, pero confusos testimonios de Breton. Y hete aquí, que su deriva le jugó una mala pasada, dando con él en pleno «revival» surrealista español. Esteve Frances venía como caído del cielo en medio de un corro de huérfanos desamparados: Oscar Domínguez se suicidó en 1957; Dalí es de derechas; de Remedios Varo, ni se sabe; Cristofol sigue extraviado en Lérida. ¿Para qué seguir buscando y esperando? El gozo, sin embargo, se desplomó en el pozo de la lúcida intransigencia del recién llegado. Que yo sepa, nadie se decidió entonces a exponer la deslumbrante serie de maquetas y figurines que había realizado para los ballets de Balanchine, ni tampoco los grandes lienzos fantásticos que pintara en Deià.

Cuando lo conocí, en 1975, Esteve Frances desplegaba una magnífica cólera que seguramente no pudo sostener contra todo y contra todos. Como a él, es posible que también a nosotros acabe por suprimirnos esta moderna manía de hacer historia, de morir a la historia, cuyas delicias cada vez desconozco -yo al menos- con más fuerza. De algún modo, la muerte de Esteve Frances, me recuerda una peripecia que cuenta Burckhardt: la de aquellas buenas gentes que tras dar muchas vueltas al asunto, no encontraron mejor manera de demostrar su agradecimiento al «condottiero» que les había librado de sus enemigos, que liquidarlo y beatificarlo luego.

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