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Reportaje:El mito, cincuenta años después

¡OH VALENTINO, VALENTINO!

El 23 de agosto de 1926 pocos neoyorquinos llegaron a saber que estaba muriéndose, aquejado por una úlcera, el emigrante italiano Rodolfo Guglielmi. Al día siguiente. sin embargo, no sólo toda la ciudad de Nueva York, sino toda América, y todo el mundo, hablaban de la muerte del Divo con d mayúscula: Rodolfo Valentino.Los funerales de Rudy il bello representaron la película más grotesca de las muchas, ya grotescas, interpretadas por él; duraron diez días. Fue necesario esperar a los parientes procedentes del pueblecito del sur de Italia en el que había nacido. Sobre todo fue necesario conceder tiempo a los productores cinematográficos, a los managers de la publicidad y a la empresa de pompas fúnebres para que construyeran la leyenda sobre la muerte y fijaran definitivamente la imagen del mito.

En el sofocante calor de aquel agosto neoyorquino, decenas de millares de mujeres de todas las edades (el largo de las faldas hasta la rodilla y el corte de pelo a la garconne) se apretaban, al borde de la asfixia, en las filas establecidas para visitar la capilla mortuoria. Muchas se desvanecieron por el calor o por la emoción. Hubo incluso alguna, con evidentes problemas existenciales, que tomó como pretexto la muerte de Rudy para suicidarse.

Los periódicos de la época cuentan que en un determinado momento, para despejar a la masa histérica, fue necesaria la intervención de la policía a caballo y que las mujeres se revolvieron contra hombres y animales al grito de «¡Carroña de cosacos!», la misma rabiosa protesta utilizada en ocasiones quizá más importantes, como la represión de huelguístas o las manifestaciones políticas.

Rudy, preparado para posar bajo las últimas luces, yacía empolvado y maquillado en la Rose Room, habitación rosa, la más chic que podía ofrecer la mejor empresa de pompas fúnebres de Nueva York, la Campbell Funeral Parlor. Una mañana de aquellas su féretro fue escoltado militarmente por dos hombres con el uniforme fascista, camisa negra y fez en la cabeza. «Nos ha mandado personalmente Mussolini», dijeron. «El Duce no podía olvidar a un ilustre italiano en tierra extranjera.» Alguien intentó echarlos de allí. Sólo más tarde se supo que los dos enviados era una enésima idea publicitaria de quien esperaba que el último filme de Valentino alcanzase un récord de taquilla superior a todos los precedentes.

"Latin lover" sin amor

Las mujeres que lloraban por él lo veían guapo e infeliz, con la cara poco expresiva de quien se deja amar pero que, en el fondo, tiene una gran amargura: la de no poder concederse plenamente. En realidad no parece que Rodolfo Valentino, en un principio a la búsqueda de dinero y del éxito, y después esclavizado por el propio éxito, haya sido muy feliz en su joven existencia. Obligado por sus productores a pasar horas y horas en la palestra o montando a caballo, el latin lover por excelencia podía concederse bien poco espacio para las efusiones amorosas. En este punto, decían los chismosos y daban a entender los cronistas mundanos, no se sabía bien hacia quién se habría dirigido con mayor gusto, si a mujeres sensuales y carnívoras o a delicados jóvenes efebos.

Sin embargo, ninguno en el pueblo de Rodolfo, Castellaneta, en la provincia de Bari, habría dicho que aquel muchachito, hijo del veterinario y adorado de una madre posesiva, hubiese llegado a ser al alguien. Rodolfo Guglielmi había nacido en el 1895. Italia acababa de ser unificada y apenas pudo hacer proyectos para su futuro el adolescente pensó convertirse en oficial de caballería. No tanto por amor hacia el ejército. como confesó más tarde, como porque le agradaba la capa azul del uniforme. Su padre murió pronto y los suyos, carecían de los medios necesarios para hacerle emprender la larga carrera militar. Rodolfo pensó entonces en la escuela de maquinistas navales. Pero aquel que se convertiría en el héroe de decenas de aventuras cinematográficas no fue admitido por insuficiencia torácica. En fin, la familia se inclinó por una escuela de especialización agraria, en Génova.

Pero Génova era ya el norte, el confín con Francia, la Costa Azul. A los dieciséis años, Rodolfo piensa que el peritaje agrícola no está hecho para él y se traslada a Montecarlo y París. Al poco tiempo vuelve hambriento a Castellaneta; hambriento pero no vencido. El sur le parece pequeño y sin perspectivas. Quiere irse a América, la tierra prometida. La madre le da todos sus ahorros y Rodolfo, con dieciocho años y ningún oficio o profesión, se embarca junto a centenares de compatriotas que, mas que aventuras, buscan pan con que nutrir a la numerosa familia que permanece en el país.

El joven Guglielmi desembarca en Nueva York el 23 de diciembre de 1913. La comunidad italiana de Brooklyn lo acoje le encuentra trabajo como ayudante de jardinero en el Central Park. Pero Rodolfo no se ha trasladado a Norteamérica para cultivar plantas. Meses después está ya de camarero en los cabarets de la metrópoli. Un paso de baile y alguna pirueta, entre servicio y servicio, hacen de él, al poco, una persona apreciada por las clientes de estos locales. Es guapito, con el pelo negro, lustrado por la brillantina, la mirada lánguida y la sonrisa estereotipada. Sobre todo sabe bailar estupendamente el tango, la nueva locura de los dancings. De camarero se transforma pronto en bailarín profesional, primero teniendo como pareja a Bonnie Glass y después a Jean Acker.

Esta última, una morenita vivaracha, será la primera esposa de Valentino (Rodolfo, también conocido por Rudy, ha cambiado ya de apellido). Más tarde la leyenda coloreará este matrimonio -al parecer concluido en la misma primera noche- con tintes diversos. La prensa del corazón contó en Italia que el joven bailarín huyó del tálamo nupcial cuando descubrió que no se había casado con una mujer virgen y que este dolor se transformó en amargura y rencor hacia todo el género femenino. Una versión menos romántica y anacrónica asegura que los dos hubieron de hacer frente a una de las habituales crisis de impotencia de Rodolfo y que, por el contrario, fue la vivaracha Jean la que huyó a todo correr. Jamás se ha sabido cuál fue la realidad. El hecho es que el emigrante italiano, ahora bailarín de nigth clubs, un tango después del otro, llegó a la costa occidental, a California, y más concretamente a Hollywood.

La fábrica de imágenes mudas

Era el año 1918 y Hollywood, una de tantas entre las ciudades del Far West, nacida de la nada por voluntad de los pioneros y de los buscadores de oro, era ya la fábrica de las imágenes mudas. Adolph Zukor, hebreo húngaro, desembarcado en Nueva York con sólo 40 dólares en el bolsillo, se había convertido en el padre de la Paramount. Y Wilhelm Fuchs, antiguo tintor y también hebreo húngaro, había fundado ya la Century Fox.

Valentino fue reclutado como tantos otros (parece que temporalmente lo fue también el revolucionario ruso Leon Trotsky) para extra de los cortometrajes que divertían, los sábados por la tarde, a toda Norteamérica. En aquellos primeros meses interviene en películas como De mal agüero u Ojos de juventud.

Pero la verdadera suerte le llega con un filme convertido en mítico. Los cuatro jinetes del Apocalipsis, inspirado en la novela de Blasco Ibáñez de igual título, que dirigiría Rex Ingram. Parece que el papel de uno de los protagonistas, Julio Desnoyers, se lo procuró una protectora suya, la famosa Mae Murray.

Los cuatro jinetes abren súbitamente a Rudy las puertas de la celebridad inmediata. Los periódicos hablan de él y comienza a ser llamado por los hombres sex-menace, la amenaza sexual, mientras se disparan los primeros rumores de pederastia y de impotencia.

Es en este momento cuando el antiguo provinciano de Castellaneta, un poco ignorante y un poco garrulo, entra en un ambiente esotérico que marcará, de una vez para siempre, su destino de mito y de amante no feliz. Es el círculo de Alla Nazimova, bailarina y actriz rusa, seudointelectual y siempre rodeada de extrañas mujeres que,

¡OH, VALENTINO, VALENTINO!

según se decía con uña pizca de excitante misterio, eran todas amantes suyas. La Nazimova elige a Valentino para hacer el papel de Armando en la versión cinematográfica de La dama de las camelias, en la que ella interpreta el papel de Margarita.En el círculo femenino de la Nazimova, Valentino encontrará a su segunda esposa. Se llama Winnifred Shaughnessy, es de Salt Lake City y aunque muy posiblemente su familia procediera de una perdida campiña irlandesa, se ha rebautizado como Natacha Rambova. Ha sido danzarina y coreógrafa en algún ballet ruso, pero cuando Valentino la conoce vive en los salones mundanos, dictando su ley.

El único objetivo de Winnifred-Natacha es ser el pigmalión de Rudy. Le obliga a meterse una pulsera de platino, le hace cambiar de peinado, lo constriñe a rodearse de perros de raza y a vestirse siempre como si fuera a un baile o a jugar al golf. De sexo entre los dos se habla poco. Rudy es rígidamente controlado en sus pasiones amorosas por parte de sus managers y Natacha está demasiado ocupada con ser una vip (very important person).

Los únicos besos apasionantes que Valentino puede dar son aquellos que se le exigen en el set, absurdamente vestido de jeque árabe, cubierto de perlas y con más bisutería que la propia Mata-Hari.

Mientras Rodolfo seguía posando con las indumentarias más extrañas, hasta hacer enloquecer a las amas de casa americanas, su mujer (por lo que resulta de un diario descubierto después de su muerte y que el escritor Kenneth Auger da por auténtico), lo rechazaba continuamente. Parece que el pobre Rudy, símbolo del amor de los años veinte, mendigara en ciertas ocasiones alguna caricia de Natacha y que para vengarse de la frialdad de ella y de la disciplina de sus productores, de vez en cuando se concediera alguna aventura extemporánea con jovencitos.

La fama de pederasta podrían todavía habérsela adjudicado los hombres americanos que intentaban ridiculizarlo en la medida en que las mujeres le escribían a diario centenares y centenares de cartas. Un cronista del Chicago Tribune lo definió como un pink powder pluff (una borla rosada de polvos) y el pobre Valentino, para defender su prestigio de varón italiano y, más que de eso, de amante universal, se vio obligado a desafiarlo a duelo de boxeo en el hall del Ambassador Hotel, de Nueva York.

Instrumentalizado durante toda la vida

Está en el culmen de la gloria: viaja continuamente por América y Europa; en todas partes se le recibe con los honores reservados a un rey; le acompañan Natacha (aunque el matrimonio ha entrado ya en seria crisis), dos secretarias, cuyo único cometido es despachar la correspondencia de las admiradoras, sus perros preferidos y un guardarropa de primadonna. Ha interpretado ya El jeque, Monsieur Beaucaire y El águila negra. Cambia el vestido, cambian las parteners (todas morenas, con ricitos de pelo sobre la sien), pero no cambia la expresión de Valentino. Le gusta retratarse ligeramente de perfil, con la boca cerrada y la mirada un poco fruncida.

Hollywood monta escándalos y amores. El último que se le atribuye a Rodolfo Valentino es con otro mito, Pola Negri. Pero la única mujer a la que Rudy profesa verdadera devoción es, como buen italiano, su madre. «Si no hubiera sido por el recuerdo de mi madre», confiesa en una breve nota autobiográfica reproducida en toda la prensa del mundo, «en algunos momentos de desesperación me habría suicidado».

A primeros de agosto de 1926, a los 31 años (los había cumplido en mayo), Rodolfo Valentino es internado urgentemente en el Roosevelt Hospital, de Nueva York, para ser operado de una úlcera perforada. Muere a las doce y diez minutos del miércoles 23 de agosto. Las mujeres de todo el mundo lloran por él. Pola Negri llega enlutada como una viuda. Mientras tanto, la verdadera viuda, Natacha, de acuerdo con el esoterismo que le caracteriza, inicia sesiones espiritistas para ponerse en contacto con el alma del fallecido.

Ni siquiera la muerte le concederá paz al pobre emigrante italiano, instrumentalizado durante toda su breve vida. Los periódicos montan, con la ayuda tácita de los productores cinematográficos, extrañas leyendas. Una, Rodolfo, no ha muerto, simplemente se retira de la vida pública, porque lo ha desfigurado el vitriolo que le arrojó una amante enloquecida. Otra Rodolfo ha muerto en el duelo librado con un marido celoso. Y aún otra, en lugar del cadáver, ha sido enterrada una estatua de cera. Todavía deberá proyectarse en los cines de todo el mundo el filme El hijo del jeque y esto hace pensar, una vez más, en los récords de taquilla. Enseguida se envía un equipo de expertos a Castellaneta para buscar un posible sosias entre los paisanos del desaparecido.

Pero el cine mudo ha llegado a su ocaso y la bella cara de muñeco de Rodolfo Valentino habría servido de poco. «Ha sido mejor que Rudy haya muerto a tiempo», escribió años después una revista de cine; «no habría podido superar el advenimiento de la banda sonora».

En tanto la gente escuchaba aún con lágrimas en los ojos la canción editada a su muerte, There's a new star in heaven tonigth, (hay una nueva estrella en el cielo esta noche), Rodolfo Guglielmi, Valentino en la vida artística, daba todavía su nombre a una época, la del cabello reluciente pegado a la cabeza, la de los tangos apasionantes, la de los labios siempre dispuestos al beso que embelesa, la de las primeras motocicletas de gran cilindrada y de los automóviles descapotables.

Fue amado de muchas mujeres, pero como escribió, con una pizca de maldad Charlie Chaplin, que había trabajado en Hollywood en los mismos años que Rudy: «Ninguno fue tan atractivo para las mujeres como Valentino y ninguno se sintió tan defraudado por ellas. Su mujer demostró preferir a un técnico de revelado, con el cual se encerraba en la cámara oscura.»

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