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Marruecos y Portugal

Durante casi cuatro años he repartido mis trabajos y mis días profesionales en las vecindades de España, Marruecos y Portugal. No sé si, por desgracia o por fortuna, viví en ambos países algunos acontecimientos decisivos, y ello me sirvió para aquilatar y auscultar sus realidades más hondas. Así, estaba en Marruecos cuando el avión del rey Hassan fue ametrallado por un F-5 y el monarca salvó la piel milagrosamente. Al lado de mi casa murió el general Ufkir. Asistí al juicio (que terminó en fusilamiento) de los amotinados. En Marruecos me tocó el despertar del problema sahariano, aunque no su discutible (y provisional) colofón. Para compensarlo, llegué a Portugal a raíz del 25 de abril de 1974. Vi subir a Spínola e irse. Adelanté con dos días un golpe de Estado (11 de marzo) que aniquilaría al general del monóculo. Pasaron, como en una comedia de costumbres: Otelo, Vasco Gonçalves, Soares, Cunhal, Sa Carneiro y Rosa Coutinho (algunos regresaron a la misma escena o están a punto). Y el 25 de noviembre de 1975 volví a ver aviones volando bajo sobre Lisboa.Dicen los periodistas anglosajones ,que a los seis meses de «servicio» en un país extranjero las cosas están para el corresponsal relativamente claras. A los dos años, se duda de casi todo, pero aún quedan zonas de seguridad sobre las que se puede apostar. A los diez años conviene cambiar de puesto porque todo parece endiabladamente complicado, nada es definitivamente cierto y semeja contradictorio. Como estos cuatro años se repartieron en los dos países citados, hacia ellos albergo solamente una duda metódica (e irremediablemente galaica. por origen), nunca comparable, desde luego, a la que a diario me impone el rumbo de la patria recobrada.

Pero entre las certezas que traje en la mochila hay una que me preocupa y me subleva. Y que constituye un grave pecado histórico que cada lustro pagamos los españoles. Me refiero al desconocimiento de nuestra vecindad. O si se prefiere, a nuestra incapacidad secular de entender lo que hay tras nuestras fronteras, que no es otra cosa que tres países: Marruecos, Portugal y Francia. Hasta ahora estas vecindades han resultado definitivamente peligrosas. En el futuro, si las cosas siguen así, pueden resultar más todavía.

Fueron precisos dos acontecimientos de bien diferente envergadura para que los españoles nos enteráramos de que, al lado, había dos países y que sus circunstancias tenían decidida incidencia en nuestro futuro: el Sahara y la «revolución de los claveles» en Portugal. Ambos hechos fueron decisivos para que la gran mayoría de los españoles supieran que Portugal y Marruecos existían.

Por razones históricas ambos países mostraban hacia España cierta desconfianza. Unamuno dijo que el patriotismo portugués se basaba en una negación: «no ser España». Todavía, escarbando en los cimientos del alma portuguesa se encuentran estas aristas negadoras. Como tal vez, si profundizásemos en el patriotismo español encontraríamos al «dos de mayo», a la Armada Invencible y a don Pelayo. A veces el nacionalismo es el resultado de una enseñanza, general básica defectuosa.

En Marruecos nuestra presencia colonial, heroica seguramente pero un tanto destructora y, desde luego, nada «colonialista», dejó tras de sí estelas turbias que el independentismo primero y la transculturación después aprovecharon a todo trapo. La cuestión del Sahara sirvió tal vez para despertar en algunos sectores resentimientos mal curados o cenizas todavía no extintas.

Por encima de las delicadezas diplomáticas o de las bellas frases de los políticos en visita oficial quien desee entender por qué hasta ahora nuestras relaciones con los vecinos del Sur o del Oeste han sido deleznables debe empezar por analizar los posos dejados en el acervo popular tras siglos de separación, incomunicación y alejamiento. O lo que es peor, por años duros de intervencionismo armado.

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Ahora nuestro país parece haber entrado en una zona auroral que precisa nuevas iniciativas, interiores y exteriores. Es obvio que la incorporación de España a Europa tiene interés preferente. Pero no menos interés debe despertar un replanteamiento de nuestras relaciones con Portugal y Marruecos. Aunque más que de «replanteamiento» debía hablarse de «invención», porque nuestras relaciones con los dos difíciles vecinos están inéditas y hay que inventarlas.

Las especiales características del régimen fascista portugués y de nuestro régimen obviaban cualquier iniciativa. Se trataba por aquel entonces de evitar las fricciones y limitar las relaciones al mínimo. Semejante situación es hoy imposible de mantener, entre otras razones porque Portugal ha cambiado en dos años más que otros países en dos siglos y porque el cambio español es también obvio. «Normalizada» la situación en Portugal nuestra presencia en este país ibérico no puede limitarse a una pasiva burocracia, bien intencionada, sin duda, pero inútil e históricamente perniciosa. Los contactos con nuestros vecinos han sido hasta ahora insignificantes y cautelosos. Se trata de potenciarlos, de establecer un verdadero puente que facilite después la creación de un holding ibérico, imprescindible para negociar con la Europa de los monopolios. Pero estos contactos no pueden limitarse al terreno económico (raquítico hasta ahora). Tienen que abarcar las zonas vivas de las dos realidades: el contorno social, la cultura, la ciencia y el arte, y la colaboración militar (suprimiendo ese monumento prehistórico que se llama Pacto Ibérico y sustituyéndolo por un verdadero tratado de amistad y cooperación a todos los niveles).

Con Marruecos sucede tres cuartos de los mismo, con la diferencia que, al menos en el terreno teórico, el polémico asunto del Sahara nos abrió puertas y ventanas que el régimen alauita había cerrado anteriormente. Pero allí las capacidades de penetración y colaboración son considerablemente más limitadas dadas las características de la sociedad marroquí y la dura competencia de franceses y americanos. El tiempo perdido no parece recuperable. Nuestra lengua ha desaparecido prácticamente del antiguo protectorado, las relaciones culturales se limitan (o se limitaban) al partido de fútbol de los domingos, jubilosamente retransmitido en conexión con la RTVE por la TV marroquí. En cuanto a nuestras relaciones comerciales resultan absolutamente ridículas en relación con las características de nuestra industria y las necesidades marroquíes. El problema no reside en reorganizar un determinado sector de nuestra política en Marruecos o Portugal, sino en inventar esa política.

Claro que semejantes proyectos sólo podrán llevarse a cabo en el seno de una sociedad democrática, que sustituya los oscuros pasillos del poder por la participación ciudadana y la responsabilidad de todos los gobernantes. ¿Estamos todavía muy alejados de esta utopía?

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