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¿Qué ley electoral?

Como es natural, apenas se habla de elecciones a Cortes, se habla también de ley electoral. La composición de una asamblea es muy distinta si su elección se efectúa por el sistema de representación proporciona¡, que si tiene lugar por el sistema mayoritario, bien sea éste de lista (como el que estuvo vigente en los años de nuestra segunda República, que es uno de los más curiosos y, en muchos de sus aspectos, uno de los más aberrantes que hayan regido nunca), o bien de distritos llamados «uninominales» en razón de que cada distrito elige un solo representante. Y dentro de cada modalidad hay variedades que difieren a su vez mucho unas de otras.Instintivamente, el Gobierno, la oposición y cada uno de los grupos políticos tienden a mirar con cuál de esos sistemas o de esas variedades tienen más probabilidades de conseguir un elevado número de elegidos que les sean adictos. Pero el régimen electoral no debe escogerse ni por motivos de marrullería oportunista cuyo principal efecto es desacreditar la democracia, ni en virtud de razones abstractas poco o nada relacionadas con la realidad histórica y geográfica a la que van a ser aplicadas.

Lo primero que hay que preguntar es qué atribuciones va a tener la asamblea que se trata de elegir. Y, en función de ésas atribuciones, escoger después el sistema electoral más adecuado para que los ciudadanos designen una asamblea capaz de usar de ellas del mejor modo posible. Una experiencia que, en la mayoría de los países occidentales, dura desde hace más de siglo y medio, permite conocer y apreciar los resultados de cada uno de los métodos empleados, que son muchos, y escoger entre ellos, o adoptar uno nuevo, con un conocimiento de causa que no excluye -por supuesto- las incógnitas, a falta de las cuales la política sería una rama de las matemáticas.

En la democracia española que ahora está gestándose, las Cortes desempeñarán, sin duda alguna, una función legislativa. Además, como casi todos los otros parlamentos democráticos, tendrán probablemente otras funciones. La más importante de las que pueden ser añadidas a su quehacer legislativo es la que entraña la facultad de designar o de destituir (o ambas cosas) al jefe del ejecutivo y, con él, al Gobierno.

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Si en los Estados Unidos y en casi todas las Repúblicas iberoamericanas las asambleas legislativas no pueden -salvo en casos muy ex cepcionales- ni designar ni destituir al jefe del ejecutivo, en casi todas las democracias europeas se tiene en cambio el legislativo la facultad de desempeñar un papel de importancia en la designación o en la destitución (o en ambas) del jefe del Gobierno, y usa de ella a menudo; lo que, en algunos países, hace que los Gobiernos sean juguetes en manos de los grupos políticos representados en el Parlamento (y, a veces, en manos de pequeños partidos sin apenas crédito en la opinión, pero cuyos escasos votos les son indispensables en determinados momentos particularmente borrascosos de la vida parlamentaria), de sus agitaciones y de sus intrigas. El caso límite de esta situación poco envidiable es actualmente el de Italia, y las semejanzas que se dan entre este país y España deben darnos mucho que reflexionar sobre las precauciones que los españoles hemos de tomar para no caer en el mismo atolladero. Según cuáles sean, pues, las atribuciones de las Cortes, deberá establecerse un determinado régimen electoral, u otro distinto. Por ejemplo, si asumen funciones que afecten al nombramiento o a la destituclón del Gobierno, interesará elegirlas de manera tal que se constituyan en su seno mayorías coherentes y estables, sin las cuales no podrá haber Gobiernos que actúen con decisión y duren lo bastante para trazarse y cumplir programas a plazo medio, tanto en lo exterior como en lo interior, con la continuidad y, la firmeza que requiere la administración eficaz de la cosa pública.

Pero no ha de ponerse la carreta delante de los bueyes. Aún no sabemos qué funciones tendrán las Cortes dentro de dos, de tres o de siete años. Lo que sí sabemos es que las próximas Cortes, si son como esperamos- democráticamente elegidas, tendrán una función que quizá no de nombre, pero sí de hecho, será onstituyente. Ellas decidirán si el futuro régimen político de España ha de parecerse mucho o poco al régimen actual, y cuáles han de ser los cambios que deberán producirse en el funcionamiento de las instituciones. Por más que se quiera determinardesde ahora la naturaleza y alcance de esos cambios, serán las Cortes quienes decidan sobre el particular, bien sea aceptando lo que se haya propuesto o decretado antes de que ellas se reúnan, bien sea alterando o rechazando las propuestas o las decisiones que ahora se tomen. En lo cual, precisamente, consiste la función constituyente.

Hay, pues, que elegir estas primeras Cortes democráticas en la forma que pueda resultar más adecuada a semejante función. Y es sumamente conveniente el que todos los sectores de la opinión pública, sea cual sea su importancia respectiva, se hallen proporcionalmente representados en unas Cortes constituyentes, lo que no deja dudas acerca del sistema electoral que debe adoptarse para designarlas este sistema debe ser la representación proporcional, sin cláusulas que eliminen las candidaturas cuya votación sea reducida (como muy oportunamente se hace en la Alemania Occidental para contrarrestar los inconvenientes que, en la elección de un Parlamento que no es ya constituyente, sino ordinario, tiene el sistema proporcional).

Por otra parte, es necesario que la futura Constitución refleje no solamente los deseos de la mayoría de los españoles individualmente considerados, sino también los de la mayoría de las regiones españolas; ya que la unidad sociopolítica de España se acompaña de una diversidad. tan rica y tan acusada de sus elementos componentes, que no debe dejar de reflejarse en la fulura estructura del Estado.

Junto a la asamblea que encarne esa unidad, elegida en pie de igualdad por los ciudadanos de toda. España, debe haber por consiguiente, en las Cortes constituyentes, otra asamblea que encarne esa diversidad y esté elegida, también en pie de igualdad, por todas las regiones españolas; y, dentro de cada una de éstas, por sufragio universal y por el mismo sistema proporcional que la otra. El futuro orden constitucional será ¡así expresión de la voluntad general de los españoles en su doble dirnensión de miembros del conjunto del Estado y miembros de las regiones respectivas. Cuando los criterios de ambas asambleas no coincidan (cosa que ocurrirá en varias ocasiones), será preciso encontrar una fórmula de transacción. La Constitución tendrá así la ventaja de ser fruto, o bien de un consentimiento muy amplio, o bien de un compromiso conciliador de puntos de vista divergentes, lo que hace presagiar una estabilidad mucho mayor que cuando una ininoría considerable tiene que plegarse a los dictados de una mayoría que, a menudo, es solain ente ocasional.

Dado que un sistema de representación proporcional muy rigurosa, como el que estoy aquí preconizando, si es bueno cuando se trata de elaborar una Constitución, rio lo es tanto, ni mucho rrienos, cuando de lo que se trata es de gobernar un país, las Cortes así elegi(las deberían estar privadas de facultades relativas a la designación o a la destitución del Gobierno, e incluso de toda potestad legislativa en el orden no constitucional. Se concentrarían así mejor en su tarea constituyente, y la cumplirían con rapidez, dentro de lo posible, abreviando una interinidad que, por razones obvias, no debe durar mucho. Y se evitaría así el acumular en sus manos poderes exorbitantes que podrían llevarlas (como tantas veces ha sucedido, en España y fuera de ella) a pretender perpetuar un régimen de omnipotencia de las asmbleas: régimen que ha degenerado casi siempre en caos, al que indefectiblemente ha dado fin ]a. omnipotencia de un tirano.

Durante el paréntesis de interinidad, el Gobierno designado por el Rey actuaría desempeñ ando simultáneamente las funciones ejecutiva y legislativa. Para disipar los escrúpulos de quienes piensen que esto sería poco democrático, el referéndum que se prepara podría consistir precisamente en la aprobación, por parte de los ciudadanos, de las disposicones que rijan esa provisionahdad, confiando a la prudencia del Monarca la designación del Gobierno que ha de asumir tan amplios poderes mientras las Cortes desempeñan su trascendental papel.

Y cuando esté definida la fisonomía de las futuras instituciones, habrá que ocuparse de averiguar cuál es el sistema electoral que mejor les cuadra.

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