El idioma, en peligro
EL PAIS se ha mostrado inquieto últimamente por el estado de nuestro idioma, y alguna pluma que calza muchos puntos en materia lingüística, como la del profesor Lázaro Carreter, nos ha hecho graves advertencias al respecto.Si se permite a un simple aficionado como yo opinar acerca del asunto, me atrevería a afirmar que la lengua castellana en España se encuentra en un periodo de aguda crisis; casi de peligrosa decandencia, podríamos decir, si nos fijamos en algunos aspectos del habla cotidiana, ya que, por fortuna, no son todos aún...
El idioma español que se lee en los periódicos, revistas y anuncios y en más de un libro con pretensiones; que se oye en la radio, la televisión, las conferencias, los discursos políticos y las declaraciones públicas es, con frecuencia alarmante, un idioma pobre y penoso. Y no sólo en su construcción y vocabulario, sino en su ortografía y pronunciación.
No digo esto por la primera vez, pues vengo señalándolo desde hace muchos años y puedo exhibir algunos antiguos escritos míos sobre el tema. Pero hoy mi preocupación llega casi ante la angustia cuando contemplo eso que, con frase hecha y repipiada, llaman «la lengua de Cervantes», a punto de convertirse en un pebre lenguaje al borde de la germanía, el «patois» o el «pichinglis».
Degradación cultural
Veo nuestro idioma sometido a un proceso de degradación cultural rayano en el analfabetismo, aun que éste se disfrace a menudo bajo la capa de la petulancia y de una terminología pseudocientífica. Veo un idioma en el que se están ignorando los más elementales principios de la gramática Y cayendo impávidamente en faltas de concordancia tan descabelladas que a su lado las famosas y ya casi encantadoras «concordancias vizcaínas» parecen pulidas expresiones retóricas... Veo la lengua castellana inerme frente al pernicioso aluvión de unas atroces traducciones de idiomas extranjeros, hechas atolondradamente a tanto la línea, para engrosar negocios editoriales más o menos pingües. Y me avergüenzo, ante esas traducciones, como ciudadano de un país que poseyó, no ya la gloriosa Escuela de Toledo, sino la bien próxima y familiar Revista de Occidente, que, entre sus muchos méritos, ha tenido el de haber juntado, un espléndido grupo de traductores que enorgullecerían a cualquier nación. (Claro que entonces los que traducían en España -y alguno sigue aún traduciendo, por fortuna- se llamaban nada menos que Manuel García Morente, José Gaos, Emilio García-Gómez, Benjamín Jarnés, Fernando Vela, León Felipe, Julio y José Gómez de la Serna, Consuelo Berges, Ramón de la Serna... O aquel admirable Luis López-Ballesteros, que realizó la empresa extraordinaria de traducir, hace medio siglo, las obras completas de Freud, vertiendo así, por la primera vez a un idioma extranjero, la difícil prosa alemana del psicoanalista célebre y teniendo que crear para ello toda una nueva terminología técnica, impecablemente expresada en castellano, de la que seguimos dependiendo).
Estropicio idiomático
El mecanismo por el que se ha llegado al estropicio actual de nuestro idioma es, a mi entender, el siguiente: la penuria de maestros y profesores producida por el desastre de la guerra; los pobres ingresos económicos de quienes, en la postguerra, Te dedicaban a la enseñanza; la explosión demográfica y el desarrollo económico y social posteriores, que desbordaron todas las capacidades de escuelas, colegios y universidades, la anarquía de los planes educativos en constante mudanza; la creciente falta de atención a la gramática, la literatura y, en general, las humanidades, en beneficio de las enseñanzas técnicas, la reducción del campo de lecturas estimulantes debida al ejercicio prolongado de la censura; todo ello hizo descender tanto el nivel del aprendizaje y cultivo de la lengua -de «las letras», en general- que hoy, sin ser injusto, se puede decir que en vastas parcelas de la generación actual, bajo una aparente alfabetización e incluso culturalización muy avanzada, se esconde un terrible analfabetismo.
Esta generación indefensa, ayuna de buenas letras, ha sufrido el ataque de dos enemigos principales: el lenguaje esotérico -a veces verdadero «argot» profesional- de los técnicos y las traducciones brutales. Ambas penetraciones se han producido a través de los que ahora llamamos «medios de comunicación de masas», sin que los que manejan dichos medios -periódicos, radio, televisión, publicidad- pudieran -justamente por pertenecer a una generación inerme- detenerlas, analizarlas, filtrarlas, incorporarlas al idioma de una manera sencilla, juiciosa y en armonía con las tradiciones y el genio de nuestra lengua. Así, las terminologías médicas, filosóficas, sociológicas, económicas, ingenieriles y hasta teológicas han descendido a la calle y son utilizadas a voleo e indiscriminadamente por quienes no necesitan usarlas, y ni siquiera saben bien lo que quieren decir, pero se complacen en disfrazar su ignorancia básica con palabrejas de remoto origen griego o latino que les llegan desde los laboratorios, las cátedras, los monasterios o los talleres técnicos, produciendo un idioma mezclado de ignorancia y pedantería. Y así, las traducciones incultas y apresuradas de noticias de agencias extranjeras y de libros editados a la ligera, hechas por improvisados traductores que no sólo conocen imperfectamente la lengua extraña, sino -lo que es casi peor-, también la lengua propia, derraman cataratas de expresiones, giros y frases enteras de suma incorrección sobre el lenguaje cotidiano de los españoles. Y así, en fin, entre neologismos precipitados, tecnicismos
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No veo otro camino para detener el peligro que se cierne sobre el idioma castellano que, además de hacer una reflexión nacional sobre el problema, reaccionar enérgicamente en el flanco de la enseñanza, reforzando al máximo los cuadros de educadores, desde el nivel primario al superior, incrementando los estudios lingüísticos -¿no podríamos seguir el cercano y admirable ejemplo francés?- y haciendo que éstos abarquen todos y cada uno de los cursos de la primaria y la secundaria; imponiendo desde las instancias responsables de cada elemento de difusión una disciplina del idioma; creando departamentos de «corrección de estilo» en las redacciones de agencias, periódicos, radios y televisiones; haciéndonos cada uno de nosotros, en fin, vigilante de este tesoro común que, con vanidad vacía, llamamos «la lengua de Cervantes».
Adivino, en este párrafo final, que más de un lector pensará que aquí está asomando la oreja de un nostálgico, de un purista del idioma, de un «reaccionario» ante la vitalidad del lenguaje diario, casi de un academicista -ya que no académico-. Mas no, amigo mío; lo que le pasa a la lengua castellana no es un fenómeno de vitalidad -de la que toda lengua debe gozar si no quiere morir-, pero sí de anarquía. Pongamos orden. (Quizás empezando por mí mismo.) Porque escribir y hablar bien es pensar bien.
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