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Tribuna
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Refugiados en el Ritz

El grupo está al fondo sentado en el amplio sofá, corno un friso que rematara el gran salón reluciente de mármoles.El Ritz, en sus primeros metros, está como siempre. Un elegante señor con chaqueta negra y pantalón rayado a la derecha -la Recepción-; otro señor elegante con uniforme color habana, cuello pajarita, botines: el conserje. Todo está igual que hace cinco años. Pero de pronto la mirada llega al fondo y se enfrenta con ojos profundamente negros, con vestidos negros; un vaho de humildad parece surgir de las figuras sentadas, inmóviles, hablando en voz baja, chocando con el ambiente de siempre.

«Ocupan dos pisos, el segundo y el tercero. Si, son de Mozambique".

Viejo y nuevo Portugal

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El Portugal que fue y el Portugal que es. Cuando se habla de refugiados invadiendo locales de lujo la primera asociación de ideas va a la revolución. ¡Los pobres asaltan la Bastilla, los salones elegantes de antaño, a merced de las turbas! Quien ha vivido o leído sobre la revolución española, compañera de la guerra civil en tantas provincias, conoce la imagen: el miliciano y su compañera ocupando -salvando según la propaganda socialista y cenetista- los palacios abandonados por los atemorizados burgueses y aristócratas. Un triunfante «Ca ira» parecía surgir de los grupos que contemplaban orgullosamente al fotógrafo. La «vuelta a la tortilla» había empezado. Los «parias de la tierra» la «famélica legión» eran los dueños de lo que hasta entonces había sido fruta prohibida, feudo de los poderosos.

Los colonialistas como refugiados

Pero estos refugiados son diferentes... Estos refugiados no son los vencedores de una lucha contra la riqueza, la aristocracia, el imperialismo... Estos refugiados -causa asombro pensarlo- son los imperialistas, los colonialistas, los portugueses que han sido despojados de privilegios y prebendas por la irreversible política de abandono colonial que desde 1945 invade el mundo. Esos seres humildes, tristes, que ocupan habitación gratis en el Ritz a sabiendas de que están en campo ajeno, no se sienten nada solidarios de los grupos que preconizan la revolución social, de los que acusan de «fascistas» a medio Portugal en los carteles, en las pintadas que cubren los muros y los árboles de la vieja Lisboa. Esta gente, por el contrario ha traído de las antiguas colonias un odio inextinguible hacia quienes les despojaron de su tierra, de su casa, y sobre todo de su seguridad nacional y racial. Viéndoles, todavía me parece contemplar el reportaje de la televisión en la que una mujer decía desafiante a la cámara, esto es, al mundo: «Esta es nuestra tierra y de aquí no nos iremos... Los rebeldes, los terroristas... Bah ... ».

Hoy quizás esté ahí entre las mujeres que me miran desde el fondo de la sala. La mirada que dirigen a todos los clientes que cruzan. por el hall. El diplomático con su yorkshire marrón, el grupo de señoras norteamericanas con su charla que parecen en su casa, estén donde estén; los hombres de negocios italianos manoteando, siempre vestidos de nuevo. El friso oscuro sigue allí inmóvil comentando en voz baja; la impresionante deferencia social está a la vista, pero en el ánimo de estos hombres, de esas mujeres, no hay ninguna de las reacciones que ese contraste provocaría en otras circunstancias. No son los ocupantes por la fuerza, tampoco los mendigos a quienes se les permite guarecerse del temporal en una casa rica. Son otra gente...

Forman un bloque perfecto sin fisuras, ocupando siempre los mismos divanes al fondo del recinto. Detrás de ellos está otro salón gigantesco, bien alhajado al que cuadros abstractos logran quitar el énfasis que se desprendería de su anchura gigantesca, de sus jarrones y de sus arañas. Allí no entran. Ni siquiera los niños que surgen del bloque como flecos para corretear entre los clientes se atreven a penetrar en el gran salón.

Han vuelto los colonialistas..., qué extraña sensación. ¿Dónde está el aspecto que se llamaba de «mensahib», el que hizo famoso a los británicos en la India, el que todavía tienen los sudafricanos de hoy, el que convertía a cualquier regresado en un príncipe destronado que mantenía la dignidad a pesar de los harapos? Viendo esos rostros, esos hombros hundidos, se hace difícil imaginarlos en Angola y Mozambique como señores de aterrorizados indígenas...

(Entre los niños corre una pequeña de pelo ensortijado agarrado precariamente en cola de caballo, ojos negrísimos, tez africana, «falando» portugués perfecto. Parece que esté aquí para reivindicar la tesis tanto tiempo mantenida contra la presión anticolonizadora de rusos y de americanos, la misma que vi reflejada en la Luanda del 1972 en el cartel con dos niños -uno rubio, europeo y otro negro, africano- queriendo mostrar con su compañía, su hermandad).

El fado y el imperio desaparecido

Esos colonialistas no traen ningún aire de imperio, ni siquiera de imperio derribado. Esos colonialistas dan la misma impresión de pobreza y tristeza del portugués medio que produce el campesino de Alentejo o de Tras-os-Montes, el que dio motivo a la más triste y dramática de las canciones populares del mundo. El fado.

Extraños refugiados del Ritz. Extraños pobres que maldicen a una revolución que les hizo más pobres, componentes de un grupo cada vez mayor, los pobres más desdichados del mundo porque van a contrapelo de la historia y no pueden soñar, ni siquiera soñar, en un cambio político que les restituya la casa, la veranda, el criado.

Los pobres de derechas.

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