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En la Iglesia y el Estado, la igualdad para todos

No hay conquista más importante del cristianismo que la de la igualdad. Y, sin embargo, la historia del cristianismo desde el primer momento ha sido la historia de las desigualdades.El obispo empezó a ser un prefecto romano, el sacerdote un cristiano de superior categoría y el monje un creyente privilegiado. Tenía que venir el siglo XX para que los Papas -poco a poco- fueran reconociendo lo que tan fácil fue para Jesús o para sus Apóstoles. San Pablo no quiso -al menos teóricamente- que se hiciera discriminación entre hombre y mujer, entre gentil y judío, y con ello estableció las premisas de una nueva sociedad en la que las razas y los reos no produjeran diferencias injustas. Del mismo modo el Apóstol Santiago exigió a los creyentes que no discriminasen a los hombres por su clase social: ricos y pobres debían ser iguales en la Iglesia..

Pero estos buenos propósitos quedaron pronto en pura teoría, y poco después hasta la teoría se olvidó, cuando en la Edad Media se canonizó el injusto «status» social existente como querido fijamente por la providencia.

Es la Edad Moderna la que por virtud de los hombres seglares -no de los dirigentes de la Iglesia- vuelve a surgir el anhelo de una estructuración igualitaria de la sociedad; la Revolución Francesa y ahora es cuando se reconoce la Iglesia -Pablo VI lo hizo en 1963- que fue la que instituyó los valores de la igualdad, la fraternidad, la libertad y el progreso que no eran anticrístianos (como se dijo por algún Papa en el siglo pasado), sino de raíz evangélica.

La Iglesia, sin embargo, había pretendido una discriminación todavía: la del clero y los laicos en la sociedad civil. Los países de gran masa católica como España, siempre intentaba la jerarquía que el obispo o el clérigo tuvieran social y civilmente un trato de favor. Y eso se plasmó en nuestro desgraciado concordato de 1953. Con el grave inconveniente que, en este tipo de convenios, el Estado quería también sacar su propio beneficio, y desde 1941 lo había conseguido en nuestro país (siguiendo una antigua concesión papal a los reyes hispanos): el derecho de presentación de obispos para evitar que se nombrase a un obispo que fuese molesto al régimen político implantado en nuestra postguerra civil.

Era el concordato español una mutua concesión de privilegios. Hasta 36 favores se concedían mutuamente el Estado y la Iglesia en España.

Ahora todo termina hoy, después de un difícil proceso de luchas poco ejemplares por defender cada uno sus privilegios. Empezamos una nueva época: la de la autonomía de las cosas temporales, la de «sana y legítima laicidad», como pidió ya Pío XII. La firma del nuevo acuerdo entre el Gobierno español y la Santa Sede ha renunciado aquél -por gestión del ministro de Asuntos Exteriores, Marcelino Oreja- al privilegio de la presentación de obispos, y éstos al del Fuero eclesiástico, marca esta etapa clarificadora de importantes consecuencias para el futuro.

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Desde ahora en la sociedad española será realidad un deseo de muchos creyentes y no creyentes: la no-discriminación en la sociedad civil por categorías eclesiásticas, un obispo y un clérigo serán iguales a un seglar ante la ley, como es natural. Pero lo natural ha costado en España mucha sangre y muchas energías inútiles desgraciadamente.

Ojalá este paso igualatorio en lo eclesiástico sirva de modelo y se dé pronto en lo civil, pudiendo votar libremente los españoles a quienes deseen, y que nadie se irrogue representaciones que no tiene, sino que los españoles nombremos a quienes nos representen siendo todos los ciudadanos de igual calidad ante lo civil sin privilegios.

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