_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Erotismo y libertad

¿Libertad para el erotismo? Una noticia reciente sobre las amenazas hechas por «comandos morales» a quiosqueros de Madrid para que dejen de exponer revistas consideradas pornográficas, plantea de nuevo la alternativa típica de todos los países que tienen o intentan tener una prensa libre. Dado que la auténtica libertad termina cuando empieza a conculcarse la libertad ajena, ¿hasta qué punto puede una publicación exponer algo que ofenda el gusto de los paseantes?En algunos taxis de Nueva York y siguiendo la campaña anti tabaco que está intensificándose en EEUU han puesto el siguiente letrero: «su derecho a fumar termina donde empieza mi olfato»; en términos parecidos parecen expresarse los enemigos del erotismo callejero, La libertad de estampar termina donde alcanzan mis ojos o de los de mis hijos.

Pero ¿cuando ocurre eso? ¿En qué espacio de la epidermis de una dama empieza la portada de una revista, el cartel de una película, a herir los sentimientos ajenos? ¿Dónde está el baremo, la vara de medir, el sistema decimal que permita al legislador asegurar cuando empieza el desnudo a ser ilegal por pornográfico? ¿De qué depende? Si los hombres son diferentes en apariencia lo son mucho más en capacidad erótica. Lo que perturba a diez deja indiferente al onceno.

Puede la libertad de éste cercenarse porque a los demás ofenda la presencia de unas carnes o el gesto de la modelo?

¿Ofende o excita? Cuando Manuel Falcón era director de «Semana» guardaba debajo del cristal de la mesa de su despacho algunos dibujos impublicados porque habían caído bajo el lápiz rojo de la censura. Entre ellos recuerdo el anuncio de un bálsamo para niños mostrando las rollizas carnes de uno que no tendría más de seis o siete meses. Tachado. ¿Qué extraña sensualidad tendría el hombre que fue capaz de considerar aquello peligroso o perverso? No hace falta ser psiquiatra para deducir que el censor, al prohibir aquel dibujo, había intentado defender a los demás de un impulso morboso surgido en él mismo.

Es un caso extremo, no hay duda. Pero en términos generales resulta difícil que unos hombres impidan a otros que vean algo que -según ellos- puede dañarles ¿Quiénes son? ¿Con qué derecho se consideran capaces de decidir sobre las reacciones de los demás?

En la antaño puritana tierra de los Estados Unidos se planteó este problema de la Libertad frente a la Moral pública en cuanto empezó la escalada de las publicaciones sexuales, escalada iniciada por cierto mucho más tarde que en Europa pero que en el día de hoy, ha llegado a la altura -si se puede llamar altura- de cualquier país escandinavo. La lucha entre editores y productores de cine contra los moralistas llegó al Tribunal Supremo y éste promulgó una sentencia más o menos salomónica. En películas y libros sería considerado obsceno sólo aquello que lo fuera de acuerdo con el «standard» de moral pública en cada localidad.

Los liberales se indignaron haciendo notar que la misión de decidir cual era ese «standard» se lo atribuían unos comités de «seniors»... lo que aquí llamamos «fuerzas vivas» y que, en general, están más bien, muertas. La juventud, los universitarios, los artistas, los profesores, quedaban totalmente al margen de una decisión que sin embargo les atañía directamente. Y reafirmaron la necesidad de permitir a cualquier adulto el leer o ver lo que le apeteciera de acuerdo con el propio gusto y la propia conciencia. Así sigue vigente la polémica, allí y aquí.

Mi impresión personal es que esa llamémosle oleada de tímido erotismo que invade los quioscos españoles -les llamo tímido en relación con lo que se ve en otras latitudes donde he vivido durante quince años- es un sarampión que pasará como ha pasado en aquellos lugares. Al español de hoy se le encandilan los ojos pensando en la Francia de «Enmanuelle» pero «Enmanuelle» es una obra monjil en relación con las que podría ver el francés en Suecia donde «vale todo». ¿Y el final dónde está? Cercano. En Dinamarca se decretó hace unos años la libertad completa en ese campo. En las primeras semanas los daneses se precipitaron a comprar las audaces revistas y a guardar cola en los cines. Hoy en esas tiendas y en esos locales sólo entran extranjeros y lo mismo se repetirá en cada uno de los paises que haga la experiencia. El acto amoroso tiene unos límites marcados por la naturaleza. Por mucha fantasía que se le eche -y se le echa en cantidad- las variantes son tan pocas como las situaciones teatrales de las que se asegura que no hay más que treinta y dos en la historia de la literatura mundial. Si a pesar de ello, la gente sigue yendo al teatro es, porque tras el repetido asunto, está otro autor dándole un toque personal y nuevo. Por ello el amor físico no acabará nunca, porque para el hombre será siempre distinto el jugar en él su propio yo. El literario en cambio, al ser sólo de papel o de celuloide, necesita de una mayor imaginación para golpear la sensibilidad del espectador. Tras las mil posibilidades «normales» llegan el fetichismo, el sadismo, el masoquismo, el bestialismo... El «¿tiene usted algo en peces?» del señor «blasé» a la dueña del burdel tras oir el catálogo de. placeres ofrecido, guarda más miga de lo que parece. Porque al final de ese tortuoso corredor sexual no hay más que una lisa y aburrida pared de la que no puede pasarse. Al topar con ella los ávidos buscadores de emociones regresan una vez y otra cabizbajos y acaban llenando los cines para ver lo contrario. Así surgió, en plena ola pornográfica, el impresionante suceso de «Love Story» blandengue, sentimental, pura, sin un solo desnudo.

«Pero España es diferente» No me lo diga a mí que fui quien inventó este «slogan». En España, señor defensor de la moral pública. hay tantos españoles como reacciones; el impacto de un cuerpo desnudo o de una pareja entrelazada es muy distinto en quien ha viajado un poco que en quien no se ha movido de Peñaranda, en un joven recientemente abocado al descubrimiento sexual, esa escena tiene mayor atractivo que en el anciano que no está ya para estas bromas. Y no esj usto que sea éste el que decida que el otro no puede catar un manjar, sólo porque a él se le han caído los dientes. Toda coacción en el terreno de la moral pública tiene paramí el mismo va lor que el referido a la política. Yo puedo no comprar una revista del Partido X, pero no quiero que na-

Pasa a la página 7

Erotismo y libertad

Viene de la página 6quiero que nadie la prohiba leer a mi vecino. (Por otra parte y eso sucede igual con el erotismo, si se la prohiben le apetecerá más).

Sin embargo hay un punto en que los tradicionales podrían tener parte de razón; el mismo al que aludía al principio de este artículo. «El erotismo al invadir la calle invade también mi vida privada, porque la calle es mi casa, el lugar habitual por donde paso todos los días. Se me prohibe forzar mi moralidad en los demás pero ellos fuerzan su inmoralidad en mi o en mi familia porque es físicamente imposible, ir por una acera sin que los ojos se detengan en la portada de una revista que me repugna. A la libertad de los demás de ver opongo mi libertad de no ver».

El alegato me parece digno de atención; creo que he encontrado el remedio a esa situación conflictiva, asombrosamente. en el Uruguay de hoy. Una dictura militar de signo derechista que «rara avis» en este caso no está unido al conservadurismo moral y de la misma forma que el divorcio sigue vigente con el ejército en el poder, se mantiene una gran libertad en lo que se refiere a lo que la gente pueda ver o leer, siempre naturalmente que que no sea de política y con una salvedad interesante y oportuna. Los quioscos, por ejemplo, no exhiben el «Playboy». Los quioscos se limitan a advertir: «Aquí se vende el «Playboy» y quien lo quiera no tiene más que pedirlo, pagarlo y llevárselo. Igualmente en los cines se prohibe tajantemente la exhibición de escenas fotográficas en el exterior cuando se trata de una cinta de color subido, pero cualquier adulto puede entrar a verla sin más trámite que el precio que abona en taquilla.

Creo que es la mejor, quizá la única salida respetuosa para todos los pareceres a un dilema tan viejo como el mundo entre quienes se empeñan en «salvar» el alma ajena y quienes siguen dispuestos a perderla a las primeras de cambio

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_