Democracia y autonomía universitaria
NADA MAS peligroso que las verdades a medias, sobre todo cuando su insistente repetición las convierte en tópicos. Desgraciadamente, el tema de la universidad parece campo abonado para esa cosecha de vulgaridades que confunden los síntomas con las dolencias.Según esa difusa opinión bienpensante, uno de los males de nuestra vida académica sería su excesiva politización. Ni qué decir tiene que la «mala» política que se condena no es la que se instrumentó monopólicamente a través del SEU durante casi tres décadas con pésimos resultados sino la que nace del pluralismo ideológico, del rechazo del autoritarismo y de las protestas contra la represión. Si la politización universitaria adquiere a veces formas patológicas, la razón última es que la supresión de los derechos ciudadanos en el resto de los ámbitos institucionales y sociales del país ha sobrecargado indebidamente ese espacio privilegiado de libertad vigilada que es el campus hasta trasmutarlo en escenario de una política sustitutiva. En el peor de los supuestos, se haría mal en la Universidad lo que no se puede hacer bien fuera de su recinto; y en todo caso, cuando los partidos sean legales y dispongan de prensa autorizada, nadie podrá escandalizarse porque sus afiliados se reúnan en los centros de enseñanza superior y vendan sus periódicos.
Se dice también que la Universidad está «masificada». ¿Tal vez sobran alumnos? El porcentaje de población universitaria en España figura entre los más bajos de Europa y es inadecuado para un país que presume de ser la décima potencia industrial del mundo. No, lo que faltan son profesores; y esa carencia tiene sus causas tanto en el inadecuado procedimiento de selección del personal docente (tema del que será necesario ocuparse en otra ocasión) como de la escasez de medios materiales para su retribución y para la construción de las instalaciones que una ensenseñanza adecuada exige. Pese al incremento relativo respecto a las bajas cifras del pasado, las partidas presupuestarias para la enseñanza superior siguen siendo insuficientes y continúan aplicándose de forma muchas veces irracional y arbitraria.
Por otra parte, el fracaso de la selectividad universitaria -tanto para el ingreso como para la permanencia en la enseñanza superior- camina del brazo con el «éxito» de la selectividad social. Sólo un ínfimo porcentaje de muchachos de extracción popular acceden a la vida universitaria. De esta forma, a quienes realmente favorece la cuasigratuidad de las matrículas es a los zánganos de buena familia que pueden permitirse disfrazar baratamente sus ocios con la coartada de unos prolongados e inútiles estudios universitarios.
Además del aumento del gasto público, el camino para transformar la situación de nuestra enseñanza superior es la autonomía universitaria. Todo centro universitario debe tener el derecho a administrar los recursos que un Parlamento Democrático le asigne; a fijarlas tasas académicas en función de la situación social de los estudiantes; a establecer sus planes de estudio, hoy día emanados desde una fuente oculta y distante y sometidos a cambios tan bruscos como caprichosos; a decidir el procedimiento de selección del profesorado, sin obligarse a elegir entre la eternidad del funcionario y la provisionalidad del no numerario. Ahora bien, de poco serviría esa autonomía si fuera gestionada autoritariamente y si sus administradores fueran designados digitalmente por el Ministerio. Para ser eficaz, su contenido deberá ser democrático: la Administración de los fondos universitarios, la elección de los organismos rectores y la decisión de las grandes líneas de actuación deberán estar bajo el control del profesorado, del alumnado y del personal no docente. Aunque la precisión resulte obvia, evidentemente esa Universidad autónoma y democrática sólo será posible en el marco de unas instituciones políticas igualmente democráticas.
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