Montajes en exteriores, de "Las tragedias de Esquilo"
Denis Diderot es un nombre muy familiar a las gentes de teatro por La paradoja del comediante, texto de reiterado manejo por los profesionales, especialmente actores. Bastante menos accesibles -y hoy de gran utilidad- son sus Conver saciones sobre el hijo natural, en la segunda de las cuales, fechada en 1757, se señala la ejemplaridad de los grandes montajes en exteriores. El análisis de Diderot se hace a partir de una representación de Esquilo. Este es el punto de vista:«Para cambiar el aspecto del género dramático yo sólo pediría un gran espacio teatral para poder mostrar, siempre que el tema de la obra lo aconseje, una gran plaza con sus edificios adyacentes, tales como el peristilo de un palacio o la entrada de un templo y, en fin, los distintos lugares necesarios, distribuidos de forma que el espectador pudiese seguir toda la acción, sin otro espacio escondido que un lugar para los actores.
Así fue o pudo ser, en otros tiempos, un escenario para las Euménidas de Esquilo. A un lado habría un espacio en el que las Furias desen cadenadas buscaban a Orestes, que había escapado a su persecución mientras ellas estaban amodorradas; en otro lugar se vería al culpable, con la frente ceñida por una cinta, abrazado a los pies de la es tatua de Minerva, implorando su ayuda. Aquí, suplica Orestes a la diosa; allí, se agitan las Furias que van y vieneri, corriendo. Final mente, grita una de ellas: «Aquí está el rastro de sangre que ha dejado el parricida... Ya lo percibo... Ya lo percibo ... ». Corre la Furia. Sus crueles hermanas la siguen: corren, del lugar en que estaban al asilo de Orestes. Allí le rodean, gritando, temblando de rabia, sacudiendo sus antorchas. ¡Qué momentos, para el terror y la piedad, aquellos en que se oyen las plegarias y gemidos del desgraciado por entre el griterío de los crueles seres que le persiguen! ¿Es que podemos hacer algo parecido en nuestros escenarios? Nunca se puede enseñar más que una acción, mientras que la naturaleza presenta siempre varias simultáneas, concomitantes, de tal forma que, al ser representadas así, se fortificarían unas a otras y producirían efectos enormes al ser contempladas. Entoces sí que temblaríamos antes de asistir al teatro, pero tampoco podríamos dejar de asistir; entonces sí que en lugar de las pequeñas emociones pasajeras, los fríos aplausos y las raras lágrimas con que hoy se sa tisfacen los autores verían revol verse los espíritus y alterarse, tur badas y horrorizadas, las almas de los espectadores; verían, en fin, cómo se renovaban, entre nosotros, los fenómenos de la antigua tragedia, tan ciertos como poco creídos. Esos fenómenos sólo esperan, para presentarse, a un autor con gen lo suficiente para mezclar el discurso con la pantomima, alternar una es cena muda con otra hablada, sacar partido del choque entre dos escenas y, sobre todo, del contraste, cómico o pavoroso, de unos en frentamientos necesarios. Después de la agitación, las Eumenides debían llegar al santuario en que estaba refugiado el culpable y allí se fundirían las acciones.»
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