Una política reformista puesta a prueba
Los orígenes de la actual pugna hay que buscarlos en la propia naturaleza de la mayoría que hoy gobierna Francia. Cuando en 1974 Giscard ascendió a la presidencia en condiciones de manifiesta fragilidad -era claro que sólo la mitad de los franceses apoyaban al nuevo presidente se encontró ante una situación parlamentaria de hecho: la existencia, tras las elecciones legislativas de 1973, de un predominio gaullista en la Asamblea Nacional, frente a cuyos diputados los del partido giscardiano apenas si representaban el 40 por 100. La nueva mayoría presidencial francesa aparecía así problematizada desde su inicio. Pese a que la vigente Constitución francesa concede al presidente una situación prácticamente inviolable, no existía ninguna duda de que Valéry Giscard d'Estaing, sucesor forzado de De Gaulle y Pompidou, no podría regir el país sin los gaullistas.Estos, por su parte, habían protagonizado un pronunciado proceso de inclinación a la derecha, que había desgajado del tronco UDR a algunas de sus ramas más avanzadas, especialmente los jóvenes de a UJP. De esta manera, la formación oficial gaullista corría riesgos evidentes de esterilización y de retroceso en su poder de convocatoria. Un ex ministro y ex diputado UDR constataba hace unos meses que la adhesión de su partido a la nueva mayoría lo había privado «de lo que quedaba de su electorado progresita, dejándole únicamente la fracción de las clases populares tradicionalmente seducidas por la afirmación de un poder fuerte o la reivindicación poujadista». El mito gaulliano de una formación por encima de las divisiones tradicionales entre derecha e izquierda se desvanecía con rapidez, sacando a la luz la realidad de un partido que representa los intereses de los sectores más reaccionarios de la sociedad francesa.
Por otra parte, Giscard había resultado elegido -ante el peligro que representaba para estos sectores reaccionarios la unión de izquierda, estructurada desde, 1972 en torno al programa común- por la mayorie de la peur: la misma que había proporcionado a los gaullistas su aplastante triunfo electoral tras mayo de 1968.
Así pues, la política reformista que se proponía desarrollar Giscard se encontraba cuestionada en su mismo origen. ¿Cómo sacar adelante una decidida política orientada hacia el cambio- con el objetivo final de producir lo que el nuevo presidente designa en términos harto imprecisos una «sociedad liberal avanzada» -sobre la base de una majoría manifiestamente Inclinada hacia la derecha? ¿En qué medida los sectores franceses rnás retardatarios habían de consentir una política de transformaciones, que sin duda afectaría a sus intereses (además de a sus creencias y hábitos mentales)? Antes de las eiecciones presidenciales, Giscard había fracasado en lo que sin duda hubiera constituido su mayor éxito: convertir su propia formación política -los republicanos -independientes- en un gran partido que, en el seno de la mayoría, fuera ganando el terreno que iba dejando libre la descoposición gaullista.
Y sin embargo, para Giscard, la necesidad de esta política de reformas resultaba incuestionable. Giscard sabía perfectamente que su frágil triunfo electoral sólo podría consolidarse mediante una política de concesiones a la izquierda que hiciera aglutinar en torno al presidente -en la mejor tradición gaullista- a una mayoría del pueblo francés. El nuevo rumbo no sólo lo imponía la personalidad del presidente (ese estilo Giscard que muchos aprecian como carente de real contenido político), sino la propia situación del país, peligrosamente escindido en dos sectores nítidamente contrapuestos.
El reformismo de Giscard ha tenido hasta el momento la virtud de no convencer ni a propios ni a ajenos. Mientras los sectores conservadores reaccionan violentamente contra él en el momento que ven afectados sus intereses -caso del proyecto de ley sobre las plusvalías-, tampoco ha servido para arrebatar votos a la unión de izquierdas. Y el aplastante triunfo de socialistas y comunistas en las recientes elecciones cantonales constituye una demostración sin posible réplica.
Es cierto que Giscard ha tenido que lidiar con un toro especialmente peligroso: la crisis económica que ha sacudido al país con especial virulencia en 1974-1975, y que hoy no termina de amainar pese a los tímidos atisbes de reactivación-, mientras el paro no remite y la inflación vuelve a tomar fuerza tras la ligera contención de 1975. La consecuencia más inmediata consiste en un ascendente clima de agitación social, que por otra parte alcanza a crecientes sectores de la sociedad francesa (movimiento estudiantil contra la reforma Haby, que alcanzó grados espectaculares la primavera última; agitación agrícola en el sur que ha producido ya algunos muertos; crecientes luchas reivindicativas de parte de los trabajadores, cada vez más reacios a pagar el pato de la crisis, y sin que por otra parte el poder plantee cualquier intento de «pacto social»; malestar entre los funcionarios, los soldados y suboficiales, incluso los magistrados..). Dicha agitación se convierte, en manos de los gaullistas, en una nueva arma arrojadiza contra el presidente, a cuyo reformismo juzgan incapaz de constituir un antídoto adecuado frente a semejante situación de deterioro social. Y sin embargo, cabe preguntarse: ¿por qué los gaullistas han necesitado dos años para manifestar -más allá del mar de fondo, evidente desde el principio- el descontento que les inspira su presidente? La razón parece simple: Mientras que el reformismo giscardiano se ha atenido al nivel de las grandes declaraciones o de medidas que sólo atendían a la meta de la sociedad permisiva (reforma de las legislaciones sobre el aborto y el divorcio o reducción de la mayoría electoral a 18 años), el malestar gaullista podía retenerse en términos de una adhesión llena de reservas a quíen pese a todo sucedía a los líderes históricos del gaullismo. Cuando el reformismo de Giscard pasa a un terreno más concreto y afecta a los intereses de los sectores dominantes, la reserva se convierte en oposición declarada. El fracaso, tanto de gaullistas como de giscardianos, en las elecciones cantonales constituía, sin duda una inmejorable oportunidad para ello.
Giscard no desespera, pese a todo, en sacar adelante su objetivo de la «sociedad liberal avanzada». El 16 de junio aparecía ante las cámaras de televisión un presidente decontracté, decidido a quitar hierro a las tensiones vigentes y, a ofrecer a la opinión pública una imagen de confianza, de mandatario supremo por encima de los partidos y al que no alcanzan las salpicaduras de la «política de intendencia». Sus palabras no ofrecían la menor concesión al gallinero gaullista, sino que reafirmaban su voluntad de perseverar -incluso profundizándola- en la dirección elegida. Y había un cierto tono dramático en su expresión cuando proclamaba: «Si la actual mayoría (...) no ha emprendido a en el plano de la justicia social de aquí a 1978, no existirá la menor razón para que continúe siendo la mayoría». Giscard anunciaba en la misma ocasión una nueva tanda de reformas para después del verano. Sin embargo, y tras lo sucedido días pasados en la Asamblea Nacional, la cuestión sigue en pie: ¿Acompañarán los gaullistas al presidente en su camino? Y fuera de los gaullistas, ¿con que apoyos cuenta el presidente francés para conducir a buen puerto su política?
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