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Ante la puerta del Rey

¿Por qué va un ciudadano a visitar al Rey? difícil sería pretender agotar el cuadro de motivaciones a que tal decisión podría responder: la exteriorización pública de un acatamiento o la realización de un acto inequívocamente político; el deseo de adquirir, aunque sea por breve tiempo, alguna notoriedad social o el convencimiento de poseer una información o un punto de vista dialéctico que merezca la pena ser conocidos por el titular de más alta magistratura... ¿Quién sería capaz de catalogar los variados estímulos -algunos de ellos, a su vez, de innegable complejidad- que pueden llevar a un hombre hasta las puertas del palacio de un monarca?Tampoco resultaría sencillo estáblecer las modalidades determinantes del encuentro. Junto a la audi encia respetuosamente solicitada o la invitación formulada de manera expresa, ¿por qué no admitir, en sus múltiples posibles variédades, esa coincidencia de patrióticos deseos que una discreta oportunidad llega a convertir en realidad feliz? Un hombre político puede siempre, y en,ocasiones incluso debe, tener un encuentro con un jefe de Estado, para analizar alguna determinada coyuntura histórica, que no tiene por quéinterferirse en la acción normal de gobierno. El tema, siempre, atractivo, ofrece un interés especial cuando los,protagonistas hayan de contar como público con un pueblo, como el español, demasiado propenso a los enjuiciamientos, radicales.

Don Alfonso XIII recibió a visitantes tan apartados ideológicamente de él cqino Unamúno, o afiliados al republicanismo, como Azcárate, Cossío o Melquíades Alvarez. ¿Por qué y para qué se entrevistaron con él esos visitantes? En lo que se refiere al monarca, porque pudo simplemente querer oír una voz autorizada, aunque discrepante, sin que ello representara la menor muestra de desconfianza hacia sus ministros. Por parte de sus interlocutores, y descontadas.las exigencias de una mínima consideración personal, precisamente porque desearían hacerse oír del Rey, ya que éste lo deseaba. No pueden considerarse tales visitas como actos protocolarios,"ni si quiera desiniple cortesía. La aceptación del encuentro por aquellos, hombres de indiscutible espíritu independiente supuso, ante todo, el compromiso de hablar con toda claridad y, si preciso fuera, hasta con crudeza.

No cabe desconocer que el planteamiento de las visitas comportó riesgos que ambas partes supieron arrostrar con dignidad y alteza de miras, en aquel año de 1913. Muchos intransigentes creyeron que el rector de la Universidad de Salamanca y los prohombres republicanos se habían traicionado a sí mismos, al trasponer los umbrales de palacio. Tampoco faltaron, por otra parte, hombres de espíritu estrecho que estimaron que el monarca no debería haberse rebajado a dialogar con quienes rechazaban o discutían públicaínente la legitimidad de su soberanía.

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Hubiera sido ingenuo que yo desconociera ese doble riesgo que también podría alcanzarme. Me pareció, sin embargo, que tenía el deber de arrostrarlo, si había de cumplir un auténtico imperativo ciudadano: el de expresarme abiertamente, el de hacer llegar hasta la más alta magistratura del Estado una opinión sincera y desinteresadamente sentida. Pesados los pros y los contras, y seguro de interpretar con la mayor fidelidad el sano posibilismo de mis amigos, me decidí a acudir a ver al Rey en la tarde del día 5 del pasado mes de mayo.

Mientras marghaba camino de La Zarzuela, no pude menos de evocar con nostalgia. y cariño a Aquel niño que había visto convertirse en muchacho durante nuestros comunes años de destierro en, Estoril; a aquel «don Juanito», compañero de juegos de mis hijos, que entraba,como en su casa en la «Villa Solínar» en que nosotros habitábamos, para compartir las diversiones y las travesuras de sus pequeños amigos; al que tantas veces acompañé discretamente con los míos, en sus primeras salidas de adolescente. Pero ahora, aquel muchacho ya no era, pura y simplemente, el hijo del conde de Barcelona, a quien a aconsejé con toda fidelidad siempre que él me lo pidió, y cuando sinceramente -creí que podía ser el instrumento provid,encial que asegurase el paso sin traumas desde un sistema autoritario, de prolongación cada día más peligrosa, hasta una democracía que llegaría más pronto o más tarde inexorablemente. El niño de Estoril era ya Rey de España, en virtud de un proceso que combatí hasta el límite de mis fuerzas, por la convicción de la postura poco sólida en quehabía de colocar al titular de la magistratura supréma.

No Jamás quise que el entonces Príncipe de Asturias llegara al trono sin poder invocar un título de transmisión hereditaria, y sin un apoyo democrático libremente expresado por los españoles. Le vi además lanzado a la gran aventura sin la autoridad de haber dirigido una guerra victoriosa, que le asegurase el respeto y la adhesión incondicional de quienes no pudieron ser sus compañeros de armas en la lucha. Me parecía y sigue pareciéndome demasiado precaria la fuerza de una tan alta magistratura nacida únicamente por la designación de quien encamó un régimen autoritario ratificado mediante una consulta popular que ningún demócrata podría considerar válida, a la vez proclamado por un órgano deliberante desprovisto en la práctica de toda representatividad.

Pero la política es arte de realidades; sin caer en oportunismos de baja ley, no puede prescindir de las, exigencias de un sano pragmatismo. Don Juan Carlos era y es de hecho un Rey cuya gran fuerza estriba en la necesidad que de, él tiene el país, si es que quieren evitarse graves crisis futuras. Cierto es que el hecho, por sí sólo, no sustituye a uno de los clásicos títulos de legitimidad; pero se ha creado, en cambio na necesidad social, que en este caso parece indiscutible, con lo cual se repite el fenómeno tantas veces registrado en la historia de un poder defacto, que la. fuerza de las circnstancias reviste de una legitimidad práctica, hasta poder lle gar a ser el tronco reverdecido de la continuidad dinástica.

Lo fundamental es que ese poder de hecho, revestido de los aditamentos de una legitimidad formal obligatoria, sea fiel a la necesidad institucional a que respondió su instauración; es decir, que no se limite a convertirse en el espectador pasivo de un proceso de democratización, que acabará por imponerse con mayores o menores tropiezos, avances y retrocesos, sino que se decida a convertirse al mismo tiempo en el motor que im

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pulse el cambio y en el firme eje en tomo al cual pueda producirse la evolución. Es innegable que exis-ten hpy en la sociedad española dos tendencias hasta ahora opuestas y -que habrá que pedir a Dios que no lleguen a enfrentarse: una corriente de signo democrático, que acabará por triunfar,y unos núcleos de, resistencia más fuertes por las posiciones que ocupan que por los factores sociales, en que se, apoyan- que procurarán impedirlo.

El juego normal de las actuales instituciones, que no han sabido crear con el necesario relieve un eficaz poder arbitral, dificilmente podrá hacer más qué esbozar algunos avances en, máxima parte ficticios, cortados tal vez -y esto sería lo más arriesgado- por retrocesos que no dejarían de ser estériles en el mejor de los casos. Tal situación, desarrollada en el cuadro de una crisis económica progresivamente acentuada, entrañaría peligros tan indudables que no parece preciso detenerse a enumetarlos. Por eso, sin abandonar las ideas por las que durante años he luchado en nada fáciles condiciones, pensé que era un deber respaldar con el máximo desinterés al titular de la Coirona, en el deseo de que pueda satisfacer es, a necesidad que constituye su más sólido punto de apoyo

Para ello no tiene desde luego que ser infiel a palabras dadas o a juramentos exigidos. La propia le gislación del anterior régimen, tan nutrida de recelos y suspicacias hacia el futuródel Rey, le permitiría actuar como árbitro supremo Si lo hace, no habrá sometido con ello formalmente su legitimidad al voto de los ciudadanos; pero el pueblo español le debería el, favor inmenso de haberle abierto el camino de la demócracia, sin ficciones disparatadas, sin enfrentamientos materiales sin apelaciones a la violencia, que hoy sólo propugnan en España unos cuantos locos. Los grupos políticos, la gran masa del país, apoyarían sin duda esa decisión de don, Juan Carlos por un período previamente delimitado y para una específica finalidad con una votación favorable masiva. Las mismas fuerzas armadas lo verían: seguramente con la mayor de las satisfacciones, ya que el arbitraje del Rey les permitiría no encontrarse en el doloroso trance de tener que abandonar el honroso papel de salva guardia de la independecia y de la integridad moral de la nación., para verse mezcladas en las contiendas de los partidos, -que tan catastrófícos resultados han producido desde la muerte de Fernando VII hasta hoy.

Sumido en estas reflexiones, lleué por primera vez en mi vida al Palacio de La Zarzuela. Con la puntualidad que es la gran cortesía de los Reyes, un ayudante abrió la puerta que comunica el despacho del Monarca con el salón de espera en que yo me encontraba con otras personas. Don Juan Carlos, a quien no veía desde hacía más de veinte años, se adelantó hacia mí con los brazos abiertos y con una perceptible y sincera emoción, que no era seguramente inferior a la mía. La puerta. se cerró: tras de nosotros. Lo que a partir de ese momento hablamos no me pertenece.

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