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El divorcio no es un problema confesional

Un lector de EL PAIS (4-6-1976, p. 8) levanta su voz a favor de la posibilidad de un divorcio en nuestro país, ya que los únicos países de Europa no divorcistas son solamente España, Irlanda, Andorra y el Estado Vaticano (aquí hará poca falta, digo yo). El lector aboga no solamente por un divorcio civil, sino por un divorcio también eclesiástico.Desde estas páginas de EL PAIS me parece que ya es hora que se empiece a hablar un lenguaje verdaderamente laico, porque hasta ahora nuestro laicismo no ha sido sino un transfert del nacionalcatolicismo, tan confesional el uno como el otro. Por eso creo que el primer problema a plantearse sería la supresión del matrimonio eclesiástico corno figura jurídica civil: a la Administración no le debe importar nada si los contrayentes, pertenecen a una o a otra religión, a ninguna o a esa zona ambigua de la perplejidad entre esperanzada y angustiosa en la que se encuentran muchos de nuestros compatriotas, sobre todo jóvenes.

A partir de aquí sería necesaria una buena ley de divorcio, que acabara de una vez con la hipocresía de una sociedad puritana y con los beneficios que de ello sacan los pícaros a costa de la parte más ingenua y cándida en el conflicto matrimonial. Creo que esto pertenece de hoz y coz a ese paquete de derechos humanos, que forman hoy uno de los pocos consensos afirmados en alta voz por todos los pueblos de nuestro planeta.

Pero dentro del concepto de laico (en griego, de laós-pueblo) entra también en nuestro país esa inmensa masa humana que, más o menos sociológicamente, se llama católica. Por eso, tener en cuenta la reacción de esta masa católica es una actitud rigurosamente laica, que ningún gobernante (o notable) de buen sentido puede soslayar.

Eso sí, lo primero que tienen (tenemos) que hacer los católicos es poner las cosas en claro y no engañar al pueblo con una catequesis mutilada sobre el matrimonio, como aconteció hace ahora dos años en Italia con motivo del referéndum sobre la posible abrogación de la ley del divorcio. Puedo hablar de ello porque recorrí la península de norte a sur, incluyendo también a Sicilia.

Dicho en pocas palabras: la Iglesia Católica tiene corno ideal máximo, como gran utopía, la indisolubilidad intrínseca del lazo matrimonial sacralizado por la fe cristiana de los contrayentes. Pero, al mismo tiempo, reconoce desde toda la vida que el ser humano no es perfecto y que está sujeto a diversas y múltiples patologías. Para ellas, pues, tiene que haber un remedio. En la praxis actual la Iglesia Católica concede la disolución del vínculo (eso es..., divorcio) de un matrimonio ratificado legalmente, pero no consumado vitalmente (¿será lo vital la sola cópula fisiológica o el total acoplamiento de dos personas conscientes?), en el caso del privilegio paulino, del privilegio petrino etc. A propósito del privilegio paulino resulta que nadie puede probar la existencia de tal privilegio: lo que Pablo dice (I Cor. 7,10-16) es sencillamente eso: «lo que quiere el Señor» (o sea, el ideal) es que no se separen marido y mujer; pero si la deficiencia humana demuestra la imposibilidad de una convivencia pacífica, lo mejor (lo terapéutico) es que se separen. Pablo da esta norma con motivo de la dificil convivencia que planteaba la conversión al cristianismo de una de las partes: pero ¿por qué reducir su razonamiento a esta sola coyuntura, siendo así que es homologable a muchas otras?

Lo mismo habría que decir del célebre texto del evangelio de Mateo (19,2-9): allí el acento fundamental está en la dignidad de la mujer, que, según las leyes rabínicas, no contaba para nada en un caso dé divorcio: siempre el varón era el que decidía; la mujer era un objeto del que el omnipotente macho podría desprenderse cuando no le viniera bien. Por eso Jesús hace referencia al Génesis: «Dios creó al ser humano varón y hembra», o sea los puso en la misma línea de dignidad. Por lo tanto, «lo que Dios no ha discriminado, que el hombre tampoco lo discrimine». Este es el sentido profundo de la respuesta de Jesús. Una respuesta asombrosamente feminista en aquella sociedad, donde imperaba, según la expresión de nuestro A. Machado, la bárbara ley del bíblico semental humano.

En una palabra: vamos a por el divorcio, pero con calma, con profundidad, sin ningún tipo de confesionalismo: ni nacionalcatólico ni laicista.

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