Política idiomática
Entre las muchas cosas que nos faltan, es muy notable la ausencia de una política idiomática. Durante los últimos cuarenta años, todo lo que se hizo en este terreno consistió en un decreto que proscribía el empleo de términos extranjeros en la denominación de entidades y locales públicos. Gracias a él, en mi Zaragoza natal, el cine Doré, se transformó en dorado, y el picantísimo Royal Concert en oasis, con paralelo desplazamiento hacia la cordura y honestidad. Pero la vigencia de la norma, pasado el primer fervor, acabó por la derogación más eficaz que existe: la del incumplimiento. La protección del castellano fue mucho más rígida frente a las demás lenguas españolas, por el sistema sencillísimo de reprimir éstas. Parece como si el Poder, en el que debe confluir y acumularse la memoria histórica, estuviera incapacitado para albergarla; con que hubiera recordado lo ocurrido a raíz de promulgarse los Decretos de Nueva Planta, no hubiese recaído en tan incivil error.Pero lo curioso es que esa imposición sin excepciones de la lengua oficial no he ido acompañada de medidas que la protejan a ella misma. Es patente que, en los sucesivos planes de estudio de Bachillerato, el estudio del español ha contado como una «asignatura» mas, como si no constituyera el supuesto fundamental para edificar sobre él cualqalquier saber. Durante muchos años, se le redujo a los dos primeros cursos de la Enseñanza Media, creyendo que bastaban para quienes poseen el castellano como lengua materna -¡y quienes no la tienen!- adquirieran la competencia suficiente para entender y expresarse debidamente, Añadamos que la difícil metodología adecuada a esta enseñanza, se ha dejado sólo a la iniciativa de los profesores, sin proporcionarles ayuda alguna, antes bien, limitando su capacidad dedicación con programas de teoría gramatical que debían ser explicados a expensas del tiempo dedicable a la enseñanza práctica de la lengua.
Hubo un intento, sí, en 1955, en el cual tuve alguna intervención. El Ministerio de Ruiz Giménez se propuso una amplia reforma de la didáctica del español, y nos comisionó a Rafael Lapesa, a Samuel Gili, Gaya y, a mí para encauzarla. José Filgueira se incorporó después. Lapesa y yo nos desplazamos a Francia para conocer y confirmar los pormenores de lo que allí se hacía, con el humilde y simple propósito de trasladarlo a España. Al regresar, mantuvimos largas jornadas de trabajo y de estudio con todos los catedráticos de Instituto, y de ellas salieron por consenso las que deberían ser líneas fundamentales de la reforma. El ministro nos encomendó, incluso, la redacción de los decretos y órdenes que la pondrían en marcha. Por uno de ellos, el llorado Gili Gaya iba a ser nombrado inspector general de la enseñanza del idioma. Pero Ruiz Giménez salió del Gobierno, y todo -esfuerzos, dinero público gastado, esperanzas- quedó en nada. Alguien me contó que el nuevo director general, al enterarse de quiénes componíamos la comisión, exclamó: «¡Lo mejorcito de cada casa!»
Lo cierto es que aquella oportunidad se frustró, y que los sucesivos planes y la feliz Incorporación de grandes contingentes de alumnos al Bachillerato, se han constituido en obstáculos graves para la enseñanza eficaz del castellano. Creo que hemos alcanzado el nivel más bajo de nuestra historia moderna en cuanto se refiere a la competencia idiomática de los españoles, que han cursado o cursan estudios medios y superiores. La queja del profesorado, en este punto, es constante.
Y se ha llegado así a una situación que justifica el caos en que nos hallamos, y que tiene dos manifestaciones principales:
a) El absoluto desinterés por emplear un lenguaje correcto, compatible con la naturalidad y la llaneza. Basta con oír a muchos de nuestros políticos, con sus hirientes participios en ao, sus agresivos infinitivos por imperativos, con sus vulgarismos sin gracia (hay quien confunde lo vulgar con lo popular). Hace poco, todos hemos podido oír al presidente de las Cortes invitando a los procuradores disconformes con un proyecto de Ley, a que se pusieran de pies. Dos veces lo dijo, por lo menos. Y no es que la locución de pies no sea castellana y que carezca de buenos padrinos: ocurre, simplemente, que hoy resulta vulgar en extremo. El Diccionario académico la consigna, pero expresa la preferencia por en pie y de pie. (Un colega malintencionado me explicó el plural como contagio de otra locución que debía rondar por las mientes del presidente, al temer que las Cortes se le pusieran de manos. Pero ¿no Influiría otra?: de pies y manos.)
b) La falta de sensibilidad ante el hecho de que el idioma forma parte de nuestro común, patrimonio cultural, de que en él está acuñada nuestra personalidad como nación. A ello obedece la falta de respeto a su gramática y a su léxico, pospuestos siempre al primer extranjerismo a que se puede apelar. La tecnocracia y la técnica han sido especialmente devastadoras en este punto; y con ellas, muchos políticos de todo signo, acordes por lo menos en esa acción de deterioro. Lo cual parece deberse, tanto como al desconocimiento del castellano, a la radical inseguridad de que utilizándolo, pueda decirse algo digno de tenerse en cuenta.
Son muchos los problemas que hoy plantean los idiomas de España, merecedores de una atención general y de que sean inscritos en la agenda política de cuestiones pendientes. Por lo pronto, el de su convivencia y libre desarrollo sin interferencias mutuas. También, el de la cooficialidad de las Ienguas regionales, y el de la situación del castellano como lengua común (parece que esto último se da por descontado, pero ¿es así?). Estas cuestiones requieren un debate que El PAIS podría abrir porque en su solución racional nos va más de lo que parece a simple vista.
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