Adiós, Rafa
Me importa un rábano cómo es Nadal fuera de la pista: igual que el yo auténtico de un escritor está en sus libros, el auténtico yo de un tenista está en su tenis
Se retira Rafa Nadal y uno, que lleva media vida siguiéndolo como un hincha descerebrado y hasta escribiendo de vez en cuando sobre él, no sabe qué decir. Decir, por ejemplo, que es el mejor deportista español de la historia me parece una obviedad indigna de una despedida; decir que es uno de los mejores deportistas de la historia a secas, también. ¿El mejor jugador de tenis? Hay quien lleva tiempo diciéndolo, como André Agassi, que algo sabe del asunto; si nos atenemos a los números estrictos, es el segundo mejor, después de Novak Djokovic (con dos Grand Slam más que él) y antes de Roger Federer (con dos menos). Lo que en cualquier caso me niego en redondo a decir es que Nadal nos ha hecho mejores a todos, como imagino que se dirá a menudo estos días (sobre todo, en España). Falso de toda falsedad: el mejor es él; nosotros, empezando por los españoles, seguimos siendo una panda de infelices, y hoy un poquito más que ayer, porque sabemos que después de la final de la Copa Davis en Málaga ya no volveremos a ver jugar a Nadal. En realidad, ahora mismo es difícil hacerse una idea de la magnitud auténtica de este hombre. El último francés que venció en Roland Garros, Yannick Noah, es un héroe nacional en su país: ganó ese torneo en una ocasión; Nadal lo ha ganado en catorce (a distancia sideral del segundo en el ranking de vencedores). No sé si me explico.
Lo indudable es que Nadal ha contribuido de manera decisiva a la mejor época de la historia del tenis. Hasta donde alcanzo, nunca se ha visto en ese deporte —y no sé si en algún otro— una rivalidad tan alta, encarnizada y duradera como la que lo enfrentó a Federer y Djokovic. A ese antagonismo debemos algunos de los mejores partidos jamás disputados (como la final de Wimbledon de 2008 entre Rafa y Federer, que algunos consideran el mejor), pero también otras cosas. Durante años, esos tres hombres dominaron de forma tiránica el circuito, borraron a dos o tres generaciones de tenistas y se hicieron mutuamente mejores de lo que ya eran; fue asombroso: Rafa se fabricó a sí mismo para vencer al mejor, que en su momento era Federer, y Djokovic se fabricó a sí mismo para vencer al mejor, que en su momento era Rafa; ambos lograron su propósito, y por eso el final de sus carreras ha sido un crescendo de títulos que a ratos parecía inacabable.
¿Qué distingue a Rafa de sus dos contrincantes por antonomasia? Olvídense de quienes dicen que Nadal no era bueno técnicamente, o que sólo era un tenista defensivo, un correcaminos o un pasabolas (cada vez que un analfabeto tenístico soltaba esas necedades, en todas las pistas del tenis profesional retumbaban las carcajadas melancólicas de aquellos a quienes, en cualquier superficie, Nadal había pasado por encima como una apisonadora). Basta con haber hecho unos pinitos en el tenis de competición para saber que, sobre todo a partir de un determinado nivel, este deporte no se juega con las manos y los brazos, ni mucho menos con las piernas: se juega, sobre todo, con la cabeza.
En los deportes de equipo, uno se puede esconder; en el tenis es imposible: siempre estás allí, delante de la red, solo ante el peligro. Esto significa hallarse permanentemente sometido a una tensión tremenda, que poquísima gente es capaz de resistir (y a la que sucumben muchos tenistas magníficos). En este punto, Rafa era insuperable. Es verdad que tenía una técnica superior, una resistencia física inhumana y una versatilidad asombrosa, pero lo que sobre todo lo singularizaba, me parece, era su fortaleza mental: una capacidad de concentración inverosímil, la serenidad computacional con que manejaba los puntos determinantes, la negativa absoluta a darse por vencido. En otras palabras: Nadal poseía una inteligencia tenística sin parangón, lo que le permitía ver cosas que nadie ve. No hace falta ser el emperador Marco Aurelio para saber que se aprende más de las derrotas que de las victorias; Rafa, sin embargo, pensaba que —si uno es siempre autocrítico y comprende que, aunque haya triunfado, ha cometido errores y se aplica a enmendarlos— puede aprenderse más de las victorias que de las derrotas. Me parece un hallazgo genial.
Hay otra cosa que distingue a este hombre. Albert Camus escribió que todo lo que sabía sobre moral lo aprendió jugando al fútbol; en cuanto a mí, todo lo que sé sobre moral lo aprendí jugando al tenis. Dos cosas, sobre todo: el respeto al rival y el respeto a las reglas; quien no respeta al rival y no respeta las reglas no se respeta a sí mismo. (Hay una tercera cosa que se aprende practicando deporte un poco en serio, y es que sólo se compite de verdad practicando deporte; en cualquier otro terreno, la competición es absurda, a menos que se compita con uno mismo).
No tengo ni la menor idea de cómo es Nadal fuera de la pista y, para ser del todo sincero, me importa un rábano: igual que el yo auténtico de un escritor está en sus libros, el auténtico yo de un tenista está en su tenis. Lo que sí sé es que, dentro de una pista, no he visto a nadie comportarse como Nadal: nunca un mal gesto con un adversario, nunca una mala palabra o una falta de respeto, nunca una marrullería (cosa no se puede decir de Federer y Djokovic, que, para los estándares caballerosos del tenis, de jóvenes fueron un pelín trapaceros). Nadal declaró en una ocasión que su principal propósito en la vida era ser una persona correcta; es un propósito ambicioso, desde luego, pero espero que nadie me acuse de incurrir en un ditirambo dictado por la emoción de la despedida si digo que, al menos de momento, al menos dentro de la pista, lo ha conseguido.
Esto es lo único que se me ocurre decir ahora mismo. Y también otra cosa, todavía más elemental: muchas gracias, Rafa. Y buena suerte.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.