“Sufrí un choque cultural al volver a mi país, donde no podía tener amigas, pero Qatar está cambiando”
Una nueva generación de cataríes que han estudiado fuera desea más libertad. Finalizado el Mundial, el emirato debe elegir entre el rigor religioso o la apertura para atraer turistas
“12.000 personas que tienen 800 camellos y 150 caballos”. Así describía Doha en 1903 el supervisor británico John Lorimer. Hoy, la capital de Qatar, que se independizó en 1971, es una ciudad-Estado con 2,3 millones de habitantes, más del 80% de la población total. En el norte, atrapados entre el mar y kilómetros de desierto, han quedado pueblos fantasma como Al Jumail, una antigua villa de pescadores. Sus ruinas se remontan a la época en la que uno de cada seis residentes eran esclavos, cuando Qatar no existía como país, pero exportaba más perlas que el resto de países juntos. Fue antes de que aparecieran el petróleo y el gas y antes de que el resto del planeta se fijara durante un mes en este pequeño emirato del tamaño de la región de Murcia que, tras convertirse en uno de los territorios más ricos, logró cambiar la fecha del mayor acontecimiento de masas: el Mundial de fútbol.
En un banco del bullicioso zoco Wakif, en Doha, un joven catarí, nieto de una catalana que emigró a Uruguay, explica el país en el que nació, los cambios que ha visto, los que espera que se produzcan. Se llama Tareq Jamal Al-Bader, tiene 28 años, es ingeniero petrolífero y ha participado activamente en la promoción del Mundial en redes sociales porque habla árabe, español, inglés, italiano y portugués. Su padre, catarí, conoció a su madre, uruguaya, en Madrid, en la escuela de idiomas. “Él, diplomático, aprendía español. Ella trabajaba para Fujitsu y aprendía japonés. Se enamoraron, se vinieron a Qatar, se casaron y nací yo”. El trabajo de su padre y los estudios llevaron a Tareq a vivir en Brasil, EEUU y Canadá. En 2017, decidió regresar a su país. “Fue un choque cultural al revés porque estaba volviendo a mi propia cultura, pero ya había visto muchas cosas fuera y me costó integrarme, penetrar en la mentalidad de aquí”, admite en la charla con EL PAÍS. “Por ejemplo, para mí, tener una amiga era algo común, pero en Qatar no podías estar hablando con una chica en una cafetería porque la gente te iba a juzgar. ¿Por qué? Porque en nuestra religión no existen los noviazgos. No conoces a una chica y empiezas a salir con ella. Aquí, un día le dices a tu madre: ‘mamá, quiero casarme’. Ella va a su grupo de amigas con hijas, muestran fotos, se organiza un encuentro entre familias, el hombre y la mujer van a un cuarto separado, se conocen un poco y si están felices, arranca el proceso del matrimonio”.
Tareq: “Tengo muchos amigos gais, dentro y fuera de Qatar. Viven su vida, pero de un modo mucho más privado
Tareq está comprometido con una chica italiana. “Estamos esperando la aprobación del Gobierno de Qatar porque si eres catarí y quieres casarte con una extranjera necesitas esa autorización. No suelen denegarla, pero sí demorarla; pueden ser seis meses o dos años de espera. Hay que tener paciencia”, explica. “La conocí de una forma más tranquila, era mi vecina, pero no podía traerla a casa. Fue un camino híbrido [entre la cultura local y lo que él y ella habían vivido en otras partes del mundo donde no rige la ley islámica, la sharía]”. Él tiene la nacionalidad catarí porque su padre lo es. Si hubiera sido al revés, es decir, si su madre hubiera sido catarí y su padre extranjero, no habría obtenido el pasaporte, según las normas del país. “Eso me parece mal. Tengo muchos amigos cuyas madres son cataríes y ellos no tienen la nacionalidad por ese motivo”. No es la única forma de discriminación. En Qatar las mujeres dependen de un hombre para las decisiones importantes, su testimonio vale la mitad que el de un varón en un juicio, a idéntico grado de parentesco, heredan menos que ellos...
- ¿Y si tuviera una hija? ¿Le gustaría que creciera en esas condiciones?
- Me gustaría que tuviera las mismas oportunidades y derechos que he tenido yo o que podría tener su hermano, si tengo un hijo. Es lo que yo he vivido: hombres y mujeres son iguales.
Test de estrés para los más conservadores
Este joven catarí tiene “muchos amigos gais”, fuera y dentro del país. “Viven su vida, pero de un modo mucho más privado”, explica. La homosexualidad está perseguida y penada con cárcel en el código penal del emirato. Pese a todo lo que ha conocido y entendido al salir fuera, ha decidido quedarse en un país que favorece especialmente a los autóctonos, en minoría en su propio territorio. “Aquí tengo un buen trabajo, un buen sueldo, no pago impuestos...”. Está convencido de que hay más como él, que han visto otras formas de vida y quieren que Qatar ofrezca una imagen atractiva, sin las interpretaciones más estrictas de la religión, las que los separan del resto del mundo. Para algunos, como dos mujeres cataríes entrevistadas por este diario que creen que la homosexualidad es una enfermedad y a las que les preocupa perder el control de las nuevas generaciones, personas como Tareq son una amenaza. Para otros, la única vía para crecer y atraer turistas –las autoridades han fijado como objetivo recibir 6,5 millones de visitantes al año en 2030–. El Mundial ha sido una especie de prueba para medir esas dos fuerzas, un test de estrés para los más conservadores.
“Yo no me quedo para cambiar el país, creo que Qatar va a cambiar solo. Ya lo está haciendo”, explica Tareq. “En los siete años que llevo aquí lo he visto. Los jóvenes cataríes están viajando más para estudiar [sobre todo ellos, porque ellas necesitan autorización del padre o el marido] y viven otras cosas. Hay figuras muy importantes que son mujeres, como la jequesa, y en mi trabajo también. En el Mundial se han visto escenas a las que los cataríes no están acostumbrados, como mostrar emociones en público: mujeres árabes en fiestas en las que se baila, los festivales para fans; chicas completamente tapadas riendo y grabando en vídeo a un chico con un altavoz con música por la calle... Hay quien piensa que esto es solo por el Mundial, pero yo creo que todo eso va a quedarse, que a la gente le ha gustado ser un poco más libre”.
El Mundial ha producido imágenes insólitas en el emirato e incluso fuera del país, como la de la primera mujer arbitrando un partido de la Copa del Mundo. Pero al tiempo, las autoridades también han dejado ver sus recelos, como cuando, a dos días del inicio de la competición, rompieron el acuerdo previo para permitir el consumo de alcohol en las inmediaciones de los estadios. “En algunas cosas, entiendo la postura del Gobierno”, explica Tareq. “Hay lugares como Emiratos Árabes que han perdido totalmente su cultura, son países para extranjeros. Aquí todavía hay esa conexión con la religión y les preocupa que pueda desaparecer si dejan pasar ciertas cosas. Somos una raza pequeña [solo el 15% de la población es autóctona] y por eso, por ejemplo, tratan de favorecer que los matrimonios sean entre cataríes, también para que las mujeres de aquí no se queden solas”.
En ese afán por preservar su identidad y atraer turistas, Qatar, con más dinero que historia, ha levantado en los últimos 12 años –desde que se hizo con la sede del Mundial– siete museos. En el Nacional, un espectacular diseño de Jean Nouvel que imita a una rosa del desierto (formación mineral típica de la región), puede verse desde una alfombra de 1,5 millones de perlas del año 1865, hasta los primeros teléfonos, coches y ventiladores –que trajo el petróleo– o el sobre del que en diciembre de 2010 salió el nombre de Qatar en la gala que eligió la sede de la Copa del Mundo. En la casa museo Bin Jelmood se cuenta la historia de la esclavitud: 1.500 rupias costaba un hombre de 24 años en 1925; 300 una chica de 15 para el trabajo doméstico. La cantante Fatima Shaddad, fallecida en 2020, relata en un vídeo proyectado en una de las salas la desgarradora historia de su familia: “La tribu de mi abuelo en Yemen fue atacada. Él fue asesinado. A mi abuela, mi padre, mi tía y mi tío se los llevaron como esclavos a Qatar. Mi abuela se negó a aceptar la situación y la trasladaron a un lugar donde sometían a los rebeldes. La ataron a una palmera y le dieron latigazos hasta que sangró. Entonces, le echaron agua hirviendo sobre las heridas. No pudo soportarlo y murió. Mi tío, que era un bebé, murió también, al quedarse sin su leche. Mi padre y mi tía eran niños aún y otro hombre que también tenía esclavos y se dedicaba a las perlas aceptó cuidar de ellos. Cuando murió, dejó muchas deudas y su hijo mayor entregó a mi padre y a mi tía como pago”.
Los mayores de 70 años podrían hablar también de la esclavitud porque el emirato no la abolió hasta 1952. Y a 30 minutos en coche de Doha, basta pasear por el mercado de Al Wakrah, un hermoso laberinto sin camisetas de fútbol ni aficionados, y preguntar al canoso y amable dependiente de un puesto de comida para que cuente en primera persona buena parte de la historia de este país recién inventado. Hatem Galal, de 62 años y origen egipcio, ha vivido más de la mitad de su vida en Qatar. Es chef y trabajó en el Sheraton, que fue la primera cadena de hoteles que se instaló en el emirato. Fue en 1982 y en una tienda de fotografías antiguas de la capital puede verse cómo el ostentoso edificio, con forma de pirámide, era el único en la bahía. Hoy ha sido engullido por una interminable hilera de rascacielos. Hatem cuenta que el dinero, es decir, el petróleo y el gas, lo cambió todo: llenó el país de trabajadores extranjeros y de cemento. Ahora, explica, quedan pocos lugares que les recuerden aquellos tiempos, como este mercado tradicional donde vende comida entre la playa y un enorme parking repleto de coches de lujo. Saad Ismail Al Jassim también relata con cierta nostalgia la época en la que la vida se dividía entre los inviernos en el desierto y los veranos en la costa, buscando perlas con una pinza en la nariz. Nació hace 87 años en Qatar y esas barcas que ahora se usan como góndolas para que los extranjeros hagan fotos de la cornisa de rascacielos, eran entonces su medio de vida.
Desde La Habana, donde es embajador de Qatar, el padre de Tareq, Jamal Nasser Al-Bader, licenciado en Sociología, recuerda su niñez. “Nací en 1959. La vida en esa época era muy simple y humilde”. La primera escuela para niños, con 250 alumnos y seis profesores, se había abierto solo siete años antes. La primera para niñas, en 1955. “Las condiciones mejoraron poco a poco cuando empezamos a exportar petróleo. El precio en el mercado internacional subía y empezó a entrar más dinero en el país. Cuando éramos jóvenes no necesitábamos mucho para ser felices, pero recuerdo la llegada de la electricidad a las casas y del aire acondicionado, que nos mejoró la vida un montón”. Abdulahman Hassan Obeidan relata en la casa museo Mohammed Bin Jassim que a mediados de los cincuenta los cataríes iban a ver la primera calle con alumbrado eléctrico, Al Kahraba (electricidad en árabe) “como si fueran los Campos Elíseos”. El embajador en Cuba vuelve cada año a casa. “Noto siempre un cambio tremendo. Hay construcciones por todos lados”.
El país se ha llenado estos días de color por las camisetas de los aficionados del Mundial. A partir de hoy, Qatar tendrá que elegir si vuelve al blanco y negro, los colores de las prendas que distinguen a los hombres libres de las mujeres vigiladas; si permite que Tareq se case con su vecina italiana y ambos puedan criar a sus hijos en igualdad; si mantiene y hace cumplir las modificaciones de la kafala, el sistema que permitió estafar durante años a miles de trabajadores migrantes, o si corrige las partes más oscuras de su historia y cambia no solo por fuera, sino por dentro.
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