“Si no sufrimos no somos argentinos”: un país entre la euforia del triunfo y el vértigo de una derrota
Los aficionados contienen la respiración hasta el final en un partido que acabó en una explosión de alegría
Ha sido lo más parecido a una explosión. En el bar de una pequeña esquina de Palermo, en Buenos Aires, un grupo de argentinos contuvo la respiración y los nervios durante 120 minutos. Lloró luego con los penales, gritó con toda la fuerza posible las dos atajadas del Dibu Martínez y entró en éxtasis cuando Gonzalo Montiel la embocó bajo los tres palos. Entonces llegó otra vez el llanto. La sensación de que una derrota sería la cosa más injusta del mundo cargó la bomba del desahogo. Ha sido la metáfora de un país entero: Argentina acaricia el triunfo, se hunde, vuelve a resurgir, vuelve a caer. Aún espera el triunfo definitivo, porque al final un país no es un partido de fútbol. La gente sale poco a poco de sus casas y puebla la calle. Ya no fue posible caminar por las principales avenidas, de tanta alegría. Estallaron de gente los alrededores del Obelisco, el epicentro de las celebraciones porteñas. La fiesta durará días.
Ha sido una montaña rusa de emociones concentradas en dos horas. Y para rematar, la agonía de los penales. Cuando Messi frotó la copa como si fuese la lámpara de Aladino y la besó como a cualquiera de sus tres hijos, en un pequeño bar de Buenos Aires llamado Barcelona Asturias se cantó “Messi, Messi”. El Barcelona Asturias se fundó en 1970 y el nombre responde al origen de sus primeros dueños. Pero aquí no se come ni comida catalana ni asturiana. Es un bodegón de barrio, de esos que resisten a los sitios de diseño. Es un lugar de “parroquianos”, y este domingo congregó a jóvenes, viejos, familias enteras y muchas, muchas mujeres. Pronto se convirtió en un pequeño punto de encuentro, donde se pasó de la euforia del 2-0 del primer tiempo al pánico que generó el empate del endiablado Mbappé. En el gol de Messi en la prórroga, para el 3-2, volvió a estallar de emoción. El empate francés lo convirtió otra vez en un agujero negro. El penal de Montiel fue la puerta al éxtasis del triunfo. Nadie quiso separarse el televisor. Querían ver a Messi alzando la Copa negada tantas veces, el éxito supremo en la última batalla del héroe.
Luego fue la calle, ese sitio donde los argentinos están tan a gusto, ya sea para protestar —y lo hacen mucho— o para celebrar —algo que hacen bien poco—. El Obelisco de Buenos Aires fue el kilómetro cero de las emociones. La gente comenzó a juntarse tras la victoria parcial del primer tiempo, convencidos todos de que el triunfo estaba al alcance de la mano. Otros habían elegido bares cercanos para ver el partido, en especial aquellos de la céntrica avenida Corrientes, cortada al tránsito desde 10 calles antes.
El clima era de fiesta. Algún ansioso tiraba fuegos artificiales y los más chicos, todos con la remera [camiseta] de Messi, se perseguían arrojándose espuma. Pero los dos goles casi consecutivos de Mbappé congelaron el ambiente. Los cánticos de aliento siguieron, pero todo el mundo estaba pendiente de algún dispositivo en el que seguir los minutos finales del partido. Los gritos de alegría seguidos de los de incredulidad se repitieron en la prórroga. Antes de la tanda de penales, todos enmudecieron por unos segundos. Hasta que anotó Montiel y la alegría se desató sin ningún obstáculo. Algunos se abrazaron, otros lloraron y los más empezaron a gritar “Ar-gen-ti-na, Ar-gen-ti-na”, mientras corrían hacia el Obelisco agitando banderas y réplicas de la Copa del Mundo que los jugadores, al fin, la traerán el lunes a casa.
“Si no sufrimos, no somos argentinos”, aseguraba un hincha. “Me va a dar un ataque al corazón”, aseguraba otro. La canción cantada durante todo el Mundial, a los pies del Obelisco, ya había sido transformada: “Ya ganamos la tercera, ya somos campeón mundial”. Los argentinos consideran que el sufrimiento es parte del éxito, como una forma de disfrutar más de la victoria. En cuestión de minutos, los alrededores del icono de Buenos Aires ya estaban colapsados y en las calles adyacentes los automóviles pasaban tocando la bocina y agitando banderas albicelestes. “Es el día más feliz de mi vida”, decía entre lágrimas un niño emocionado al que abrazaban sus padres. El hijo había esperado lo que dura una infancia para ver a Argentina campeona del mundo. Los padres demoraron 36 años, una vida de derrotas y caídas.
En el bar Barcelona Asturias eso se sentía en el aire. Los de más de 50 años no parecían dispuestos a aceptar otra frustración, la evidencia de que una maldición le niega desde hace años a Messi, y a Argentina, el trofeo dorado. Los más jóvenes, los que no conocieron el genio de Maradona en el césped y no celebraron en los mundiales de 1978 y 1986, la de este domingo es una película en puro presente. Argentina es campeona del mundo, y eso no tiene pasado.
Suscríbete aquí a nuestra newsletter especial sobre el Mundial de Qatar
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.