La tienda de galletitas de Luis Enrique
España tiene a su favor la calidad, las piernas y el hambre; tiene en su contra, ‘a priori’, la ausencia de cancheros, jugadores de esos que, cuando llegan 0-0 al minuto 88, sonríen como tiburones


En la película Granujas de medio pelo, de Woody Allen, el protagonista estudia el golpe de su vida: atracar un banco y hacerse por fin multimillonario. Para ello, alquila el local contiguo al banco y monta allí, con su esposa, una tienda de galletitas desde la que poder hacer un butrón perfecto sin llamar la atención; el problema surge cuando, de forma inesperada, las galletitas que hace su esposa se convierten en la sensación de la ciudad, y los dos terminan siendo multimillonarios gestionando un imperio de galletas y dulces.
Hace nueve años, Luis Enrique confesó su gran pasión: entrenar al Sporting de Gijón. No es una pasión cualquiera, sino la de un niño del colegio Julián Gómez Elisburu, hoy llamado Pumarín, como el barrio, que empezó dando patadas a la pelota en una cantera anterior a Mareo, la del club de fútbol sala Xeitosa, de donde salieron niños como él o Abelardo. Mucho Gijón mamado como para no haberse sentado nunca en el banquillo en el que se sentaba Jesús Aranguren cuando lo hizo debutar en 1989. Por eso, hace casi una década contó una frustración y un sueño: cuando estaba listo para entrenar al Sporting y esperaba que lo llamasen, lo llamó el Barça (para entrenar al filial, seguirían Roma, Celta y el Barcelona del triplete) y su ambición —volver a Gijón— se aparcó por tiempo indefinido.
Hay caminos largos y retorcidos, llenos de sorpresas y obstáculos: para que Luis Enrique cumpla su sueño de entrenar al Sporting ha tenido que ganar una Champions con el Barcelona de Messi, Neymar y Suárez, y deberá ganar una Copa del Mundo con la España del más difícil todavía: un equipo sin estrellas, hecho por él a su imagen y semejanza, lleno de tipos jóvenes y descarados que se adaptan más rápido —así lo ha creído según su convocatoria— a su estilo de juego. Una idea romántica sería pensar que Luis Enrique abrió una tienda de galletitas para llegar a la gloria, que es triunfar en casa, y la gloria le ha sorprendido por el camino como a tantos maratonianos que de pronto comprenden que la gracia es el viaje. Una idea más pegada al suelo es que Luis Enrique se enfrenta estas semanas al sueño de su vida y de la de cualquiera, algo que sucede solo cada cuatro años y, con suerte, un par de veces en la vida.
Lo hace con una selección que maduró de golpe en la Eurocopa, cuando pocos la esperaban, y cuya joven sala de máquinas tiene un año y medio más de experiencia en la élite. Tiene a su favor la calidad, las piernas y el hambre; tiene en su contra, a priori, la ausencia de cancheros, de tipos con los que jugarse el partido en dos o tres minutos que dependen de desquiciar al rival, de jugadores bregados en los bajos fondos del campo, cuando se desnivelan los partidos en las prórrogas o en los descuentos. Jugadores de esos que, cuando llegan 0-0 al minuto 88, sonríen como tiburones. De eso, en principio, no hay o hay poco, pero un Mundial es una oportunidad para que se destape alguno: en el fútbol la experiencia no la dan los años sino las jugadas, los momentos en los que a uno nadie le espera y de repente brota. Por eso la Copa es el torneo de todos los torneos, distinto a cualquiera, sensible al mínimo aire; la guerra por otros medios celebrada en una dictadura religiosa. Si para asaltar un banco allí hay que vender antes galletitas en los partidos más duros, qué menos que estén envenenadas.
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