Ni éxito colectivo, ni éxito del país
Permanezcamos muy atentos a tales o similares palabras porque funcionarán como un detector casi infalible de caraduras, mercenarios, simples aprovechados y algún que otro filisteo
Del éxito final de la selección española en la Copa Mundial femenina de la FIFA, si es que finalmente llega, se apropiarán, casi al instante, un puñado de hombres acostumbrados a utilizar todo tipo de munición en guerras particulares, también aquella en la que nunca creyeron. “Es un éxito del colectivo, un éxito de país”, se repetirá hasta la saciedad y en todo tipo de contextos, así que permanezcamos muy atentos a tales o similares palabras porque funcionarán como un detector casi infalible de caraduras, mercenarios, simples aprovechados y algún que otro filisteo.
Llegar a la final de cualquier competición mundial debería equivaler directamente al éxito, pero ya sabemos cómo suele tratar este país a los subcampeones y las subcampeonas, pues para según qué cosas sí somos muy dados a establecer criterios ineludibles y hasta incuestionables de igualdad. Conocemos el camino que nos ha traído hasta aquí, que son ellas y solo ellas: las futbolistas. Y, también, que las hemos dejado solas con demasiada frecuencia. Conocemos, además, las dificultades que han tenido que padecer mientras construían dicho camino, algunas tan graves y lamentables como aquella cacería patrocinada hacia quienes se atrevieron a reclamar profesionalización, respeto y dignidad.
Que España tenga uno de los mejores equipos del Mundial no implica que esta sea la mejor España posible, un equipo armado sobre la infinita ambición de las futbolistas presentes, pero sobre todo de las ausentes Mapi León, Patri Guijarro, Claudia Pina, Lola Gallardo, Ainhoa Moraza, Nerea Eizaguirre, Amaiur Sarriegui. También la de Sandra Paños, escarmentada en público como aviso a futuras navegantes. Es un hecho impensable en el combinado masculino, pero tolerado sin grandes aspavientos en el femenino, cuánto más ahora que la selección viene de alcanzar la final sin que ninguno de los implicados en el affaire haya tenido que aflojarse ni un solo agujero del cinturón, bien al contrario. Pecaríamos de inocentes —y hasta de cómplices— si empezásemos a normalizar la amenaza, el desprecio y el descrédito público como armas admisibles para lograr ciertos fines.
Pronto ha saltado Luis Rubiales a reclamar la parte que, según parece creer, le corresponde a él y a su gente en el negociado, incluida la apuesta redoblada por un Jorge Vilda al que considera maltratado y vilipendiado no se sabe muy bien por quién: a buen seguro que vendrán otros tras su estela de Mandrake el Mago, el justiciero ilusionista. La victoria tiene muchos padres, como estamos comenzando a comprobar, y a estas alturas ya deberíamos estar medianamente concienciados de hacia dónde nos conduce el paternalismo más allá de Madrid, que es el lugar donde convergerán todos los excesos que podamos imaginar a poco que nuestras futbolistas vuelvan a España con la copa.
Como ya ocurrió con los chicos en Sudáfrica, el marco narrativo se trasladará a un terreno de supuesta neutralidad en el que la labor de Rubiales, Vilda y compañía importará más que la llevada a cabo por los clubes, especialmente por un Barcelona que aporta el bloque central del equipo, el núcleo duro de las rebeldes y hasta la única ajusticiada por esta especie de nueva inquisición. “Un éxito del colectivo, un triunfo de país”, recuerden. Serán los mismos que tildaron de traidoras o caprichosas a un grupo de mujeres que se plantaron ante el poder y sentaron las bases de algo parecido a un futuro con el que sentirse mínimamente cómodos. O tan cómodos, al menos, como quienes siguen viviendo en los más rancios salones del pasado.
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