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Sin medalla
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Bronce y sueño o el delirio de una colección de metales imposible

Hay algo inefable que mueve la pulsión coleccionista. Ordenar el caos. Vivir el sueño. Fantasear con la eternidad. Esa es la colección que se abre esta semana. Los cromos de un álbum intangible.

El equipo italiano, compuesto por Alessandro Miressi, Thomas Ceccon, Paolo Conte y Manuel Frigo, posa con la medalla de bronce de los 4x100m estilo libre.
El equipo italiano, compuesto por Alessandro Miressi, Thomas Ceccon, Paolo Conte y Manuel Frigo, posa con la medalla de bronce de los 4x100m estilo libre.Lavandeira Jr (EFE)

Juguemos a los secretos.

Un día, en Pekín, me entregaron una medalla: una medalla olímpica de participante. La reciben todos los atletas; también los periodistas que cubren los Juegos. Vi, no vencí, volví: al menos estuve allí. Dejé la medalla en la estantería. No acabó la historia ahí. Se me ocurrió reunir algunas más. Fetichismo deportivo, intrahistoria personal. Había que buscar mucho y ahorrar un poco, pero se podía. Así empezó un camino a la perdición. Pujas en subastas de madrugada, rastreos en numismáticas del mundo entero, caza de incautos en Wallapop.

Sigamos con los secretos.

Comenzaron a llegar a casa las medallas: nuevas, brillantes, en su caja original. Tokio 64, futurista; Moscú 80, comunista: esas fueron las primeras. La de Río 16 venía de Letonia. La de Londres 48, con el Big Ben en el anverso, estaba intacta en su cajita verde de John Pinches Medalists. La ansiada medalla de Berlín 36, con la sombra de Hitler incrustada en su águila nazi, la retuvieron en la aduana pero llegó: metáfora política de este tiempo. Un tal Dmitry, de la ciudad rusa de Kazan, me pedía confianza para transferir el dinero a ciegas y él me enviaba las de Helsinki 52 y Munich 72. No hay emoción sin riesgo. Supongo que así comienzan las drogas.

La afición mudaba a vicio nocturno. Veía medallas y medallas en el ipad antes de irme a la cama; ellas se quedaban incrustadas bajo los párpados como un tiovivo de madrugada: extraña fiebre olímpica. De Bielorrusia llegaba la de Sidney 2000. La de Atlanta 96 la adquiría en Temple, Estados Unidos. México 68 y Barcelona 92 las cazaba por Wallapop. Por fin encontraba en buen estado la de Montreal 76, localizada en Cambridge. Seúl 88 se la compraba a un vendedor alemán. Y en todo este alocado proceso sobrevolaba una ilusión. Un momento que podía darse. Lo anhelaba; en parte lo temía. Y llegó.

Encontré la primera medalla olímpica de participante: Atenas 1896. La primera de la Historia. Estaba como nueva en su caja redonda granate. Con sus caracteres griegos, su corona de laurel, la diosa Atenea entre el Partenón y el ave Fénix. Toda la historia en su bronce. Ciento veinticinco años después me esperaba en una numismática de Atenas. Intacta. Para mí. Un capricho gordo. Quizá demasiado. Qué iba a hacer.

Un momento así lo vivió Jim Greensfelder, el Michael Phelps del coleccionismo olímpico.

Juguemos, ahora, a las historias.

Hay un olimpismo de coleccionista. Se basa en cuatro grandes ramas: pins, mascotas de peluche, medallas y antorchas. Los subproductos son entradas, carteles, programas, monedas, sellos y otra clase de memorabilia. Jim se hizo famoso por coleccionar medallas de participante. Todas. De los Juegos de Verano y de los de Invierno. Todas las variantes posibles de cada medalla. Cientos de medallas con sus cajas. Pero un día averiguó algo. Algo que anhelaba y temía. Fue su momento.

Resulta que en los Juegos de Estocolmo 1912 se fabricaron dos medallas de participante en oro macizo: una para el rey; la otra para el príncipe de Suecia. Sin embargo, el presidente del comité organizador mandó que hicieran una tercera para él. Siempre hay un espabilado. El tiempo pasó, sus descendientes la vendieron y un día apareció en una casa de subastas. Jim podía comprarla por 300.000 dólares.

Si la compraba, era un desfalco.

Si no lo hacía, jamás tendría todas las medallas.

Jim eligió una tercera opción: vender toda su colección y, con el dinero obtenido, pagar los estudios de sus nietos. Fin de la historia. Jim murió el año pasado en Cincinnati a los 83. Fin de la colección.

Hay algo inefable que mueve la pulsión coleccionista. Ordenar el caos. Vivir el sueño. Habitar lo inútil. Fantasear con la eternidad. Sentir ráfagas de infancia. Son todo imposibles, por supuesto. Por algo parecido a eso coleccionamos instantes olímpicos. La flecha del pebetero en la Barcelona del dream team. El Hijo del Viento volando sobre Los Angeles. El 10 en Montreal de una pequeña comunista que no sonreía nunca. Los brazos nazis doblados por Jesse Owens. Los mutilados de la Segunda Guerra Mundial compitiendo en Londres. El gimnasta George Eyser, con una pierna de madera, colgándose seis medallas en San Louis. El triple oro de Zatopek en Helsinki antes de ser purgado en Praga. Los pies descalzos del etíope Bikila dominando la Roma postimperial. Dos puños negros en el cielo de México. La melena al viento de Florence Griffith en Seúl. Las nike doradas del pato más veloz en Atlanta. La sonrisa del pez rubio volador en Pekín. El poder arrollador de Simone Biles para volar en Río y para elegir bajarse después. El carisma de Duplantis con la pértiga en carrera hacia el 6,02 en Tokio.

Esa es la colección que se abre esta semana. Los cromos de un álbum intangible. Membranas de la memoria olímpica hechas de sueño, infancia, eternidad. Todo imposibles. Como esa primera medalla, la de 1896.

Entre los dedos la tengo. Qué bella es.

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