Que comience la guerra
El marco de los JJOO engendra ideología, por mucho que disimulen antes de tocar los himnos. Por más que hablen de un mundo inclusivo y mejor antes de repartir medallas
Juguemos a las mentiras.
Diez mil atletas jurarán este viernes participar en los Juegos Olímpicos por el honor de sus equipos y para hacer del mundo un lugar mejor. Eso dirán. Hace un siglo juraban por el honor de su patria y por la gloria del deporte. Patria y gloria: palabras peligrosas que convenía descafeinar. Verdún, Stalingrado, Pearl Harbor, Saigón.
Sigamos con las mentiras.
Este viernes alguien recordará el origen del antiguo olimpismo: esa tregua de paz que cada cuatro años se daban los pueblos helenos para deponer las armas, dejarse de matar durante un tiempo y encaminar a sus mejores atletas desde tierras lejanas hasta la ciudad de Olimpia. Allí, junto al santuario dedicado a Zeus, los enemigos en el campo de guerra pasaban entonces a enfrentarse en las carreras, las cuádrigas, el pentatlón, el salto o el lanzamiento de disco y jabalina.
Había amor a la patria, claro: todo el mundo se maravillaba de ver cómo la polis calabresa de Crotona era capaz de exportar a tantos campeones de la prueba reina, el stadion, una recta de 192 metros que equivalían a 600 pies de Hércules. De Crotona eran los corredores Glaukias, Lykinos, Hippostratos, Diognetos, Ischomachos, Tisikrates y Astylos, que ganaron doce veces la prueba en apenas un siglo.
Había fascinación por la gloria, por supuesto: todo el mundo admiraba a Milón de Crotona, un superatleta casado con la hija de Pitágoras y que logró ganar cinco títulos olímpicos consecutivos en lucha libre. Milón venció desde que tenía 25 años hasta cumplir 41. Ya con 45 lo volvió a intentar. Quería una victoria más. Quién se niega a otra dosis cuando la droga es el laurel, la veneración. Eran escasas las probabilidades de ganar. Pero el deporte no es matemática; es mucho mejor: permite la contradicción, la regla más lógica en el reino del sueño, la libertad y la evasión. Fue así como el yerno de Pitágoras, el gran Milón de Crotona, cayó derrotado contra un paisano y nunca más volvió a ganar en Olimpia. Mejor así. Un gran final. Borges escribió: La derrota tiene una dignidad que la ruidosa victoria no merece.
Juguemos, ahora, a las verdades.
Diez mil atletas lucharán en París. Aunque no lo digan, la patria y la gloria estarán ahí: pulsiones atávicas succionadas y canalizadas por el deporte. Hubo un tiempo —era otro mundo— en que se intentó algo distinto. Algo menos capitalista y burgués. Algo rojo y revolucionario. La Olimpiada obrera de Frankfurt de 1925. Las Spartakiadas internacionales del 28 y el 31 en Moscú y Berlín. La Olimpiada Popular que Barcelona había de vivir en el funesto julio del 36. Aquel mundo no cuajó. Venció otro: Viva el mal, viva el capital. Y los Juegos Olímpicos fueron engordando a base de patria, de gloria y de ese líquido amniótico dulzón que tan bien los protege de la razón y que, a la vez, sustenta su sinrazón. Es la épica.
La épica como ideología. Así se titula un capítulo de El silencio de la guerra, un ensayo escrito por Antonio Monegal, un sabio de Barcelona doctorado en Harvard. Dice en su libro algo fundamental para entender lo que veremos estos días desde el sofá.
Dice que la tradición épica, con la que Homero cantó en la Ilíada la guerra de Troya, ha modelado nuestra manera de concebir la guerra y que, además, ha aportado un componente ideológico decisivo para la construcción de nuestro imaginario cultural sobre la guerra.
Hay que morir para ser cantado.
Más preciso: Hay que jugarse la vida para salvarse del olvido. Para que pervivan nombres y hazañas.
Más poético: Hay que morir para no morir.
Por eso no es neutro cantar la guerra de forma épica. Es ideológicamente tendencioso. Enardece a futuros guerreros. Motiva nuevas guerras. Perpetúa qué es aquello que se honra: el heroísmo, el sacrificio, la romantización de la muerte. Dulce et decorum est pro patria morir, escribió Shakespeare.
El marco épico engendra ideología: en las trincheras del Somme y en el Stade de France. Y aquí el marco es ganar o perder. El marco es la competitividad extrema. El marco es la patria. El marco es la gloria individual. Por mucho que disimulen antes de tocar los himnos. Por más que hablen de un mundo inclusivo y mejor antes de repartir medallas.
Que comience la guerra. Nos morimos de ganas.
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