Schoenmaker, primer récord mundial individual
La sudafricana baja de 2m 19s en 200 braza en una jornada señalada por el primer oro de China en 200 estilos masculino y el octavo puesto de Nicolás García en 200 espalda
El primer récord mundial individual de natación se produjo en la primera mañana de lluvia sobre la bahía de Tokio. Llegó el tifón y llegó la sudafricana Tatjana Schoenmaker, nadadora de aparición tardía que no se clasificó para los Juegos de Río pero en Japón ganó el oro en 200 metros braza con la primera marca de la historia por debajo de 2 minutos 19 segundos. Schoenmaker cubrió la distancia en 2m 18,95s y supo que había ganado porque por el rabillo del ojo izquierdo controlaba a King y por el rabillo del ojo derecho controlaba a Lazor. Extenuada, apoyó la cabeza contra la pared de la piscina y al girarse y ver la marca iluminada experimentó una forma de reacción nerviosa acompañada de temblores, llanto y gemidos. Fraternalmente conmovidas ante el escándalo, rivales y amigas acuáticas acudieron a consolarla formando una ronda de ninfas que quedará para la historia como uno de los momentos más sentimentales de esta extraña fiesta en pandemia.
El récord de 200 braza era una de los escollos más viejos del cuadrante femenino. Lo había pulverizado la danesa Rikke Moller Pedersen, recortando cuatro décimas a la rusa Yulia Efimova, durante el duelo que ambas mantuvieron en los Mundiales de 2013. Desde entonces, un ejército de abnegadas niñas con gorro de látex se habían afanado por nadar más rápido la distancia más incómoda, más antinatural, y que más dolores articulares produce. Hacía falta mucha fe, mucha devoción, y mucho espíritu de sacrificio para acometer la misión. Schoenmaker obró como la elegida.
Antes de la final, elevó una última plegaria pública a través de Instagram: “Dios padre, que se haga tu voluntad, que tu paz nos llene, que te alabemos sin importar el resultado. Toda la gloria a Dios”.
Si el Dios de los cristianos, o el mismísimo Neptuno, tiró del carro de esta flaca y devota Anfítrite, lo arreó con fuerza y puntualidad. En el momento matemáticamente justo. Como casi siempre, el nudo del guion de una de las pruebas más tácticas que existen, se desató en el último largo. Cuando la estadounidense Lilly King agotaba su arrebatadora salida, y cuando Annie Lazor, la otra estadounidense, emprendía su calculada descarga energética final y nadaba los últimos 25 metros más rápido que nadie. La ecuación de Schoenmaker fue la correcta. Sus brazadas, numéricamente dispuestas en sucesión exacta, divina, cuadraron el círculo.
Dos décadas y media habían transcurrido desde que una nadadora sudafricana ganara un oro olímpico. La predecesora, Penelope Heyns, fue campeona de 100 y 200 braza en los Juegos de Atlanta.
Con una cruz colgada en cada lóbulo, la sufriente Schoenmaker, de 24 años, lloró abatida. Descompuesta como si le hubieran comunicado una tragedia. Tan vulnerable a ojos del mundo, que al verla, Lilly King acudió a confortarla. Uniéndose al grupo, Annie Lazor la abrazó, y lo mismo hizo Kaylene Corbett, la otra sudafricana, que es su compañera de entrenamientos y su amiga, y que a pesar de no haber ganado nada se reía como si supiera que el rival no eran las otras sino el tiempo invencible, indescifrable, indefinible, pero, lamentablemente, real.
Rylov, García, McKeon y Shun
“Fue una carrera increíble”, dijo Lazor. “Ese récord mundial ha estado ahí resistiéndose demasiado. Así es que ver que alguien finalmente baja de 2,19 minutos, algo por lo que todas hemos estado trabajando, y ver que alguien como ella lo consigue, una persona tan magnífica… Solamente estar ahí y experimentar una cosa así con alguien es algo que nunca olvidaremos”.
Fue una mañana extraña en el Centro Acuático. Después de seis Juegos, un nadador que no pertenece al equipo de Estados Unidos se subió a lo alto del podio de 200 metros espalda. El ruso Evgeny Rylov escuchó emocionado el Concierto para piano número uno de Chaikovski, himno oficial de su federación tras la pena que el COI impuso a Rusia al descubrir que sus agentes manipulaban pruebas antidopaje.
No hubo mejor espaldista que el fino Rylov en estos Juegos. El campeón del 100 también fue el más eficaz en 200. Completó los cuatro largos en 1m 53,27s y estableció un nuevo récord olímpico. El estadounidense Ryan Murphy fue plata y el británico Luke Greenbank fue bronce. Último, pero con honor, llegó el español Nicolás García, que a sus 19 años se dio el gusto de nadar una final olímpica. Puesto que su salida fue mediocre, para sus estándares, su mejor tiempo tampoco mejoró. Hizo 1m 59,06s, octavo.
Sin novedad en el frente australiano, Emma McKeon ganó el oro en 100 libre con un tiempo de 51,96s. Una buena marca, alejada, sin embargo, del récord mundial de 51,71s de Sarah Sjostrom. A McKeon la acompañaron en el palco Siobhan Haughey, el prodigio de Hong Kong, y su paisana Cate Campbell.
En el desierto que dejaron a sus espaldas Michael Phelps y Ryan Lochte quedó mostrenca una prueba mítica: los 200 metros de estilos combinados. Hundido el estadounidense Michael Andrew en el último parcial, el largo de nado libre, y perdido para la causa el maestro japonés Daiya Seto, la final de Tokio se dirimió entre el británico Duncan Scott, mago del crol, y el chino Wang Shun, que cada año incorpora a su majestuosa carrocería más volumen muscular. La potencia le sirvió para mantener la ventaja adquirida y liquidar el último 50 con una cadencia de brazada muy garbosa. Su oro en un tiempo de 1m 55,00s fue el primero que obtiene China en la historia olímpica de los 200 estilos. Scott fue plata por 28 centésimas y el suizo Jeremy Desplanches se quedó con el bronce.
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