Deprímete: Prohibido jugar al fútbol en la calle
No dejar patear un balón en el espacio público es como dejar de darle cuerda al reloj de la infancia, algo casi antinatural y deprimente, quizá la mayor de las profanaciones modernas. Los carteles que lo prohíben son un ataque apenas velado a las clases trabajadoras

En la foto se ve a un niño danzando con una pelota suspendida en el aire bajo la luz de una tarde de invierno en la calle de una ciudad casi vacía. Es una imagen aparentemente normal, la de un niño con una pelota en una calle, pero hay algo profundamente anormal a la izquierda de la foto, justo a la espalda del pequeño: una trampa para tanques proyecta su sombra sobre el asfalto. La imagen fue tomada por el fotoperiodista Paul Lowe en Sarajevo, en los años 90, cuando la gente arriesgaba su vida por unas migajas de placer mundano.
Hay pocas cosas tan sencillamente hermosas y efectivas como un niño con un balón en un escenario ruinoso. Pasa siempre, como si el fútbol se abriese paso entre las tragedias como parte de los paquetes de reconstrucción. En las ayudas estatales, de hecho, deberían incluir pelotas. Sucedió, por ejemplo, hace tres meses en una Aldaia cubierta de barro, cuando Álvaro, Iker, Roberto y Alejandro, se pusieron a patear espontáneamente un balón en medio del lodazal que había dejado la Dana. La imagen se volvió viral porque mostraba un poco de normalidad en medio de la devastación.
En Barcelona, el Defensor del Pueblo ha pedido quitar los carteles de “Prohibido jugar a la pelota” de las plazas porque afecta a los derechos de los niños. Una vecina de la plaza del Consell de la Vila había denunciado la incomodidad de los balonazos y reclamado una señalización propia, pero el Defensor del Pueblo no le da la razón y recomienda un “equilibrio justo” entre el derecho al juego de los niños y adolescentes y el derecho al descanso del vecindario. Desde hace años muchos parques, plazas o jardines restringen o prohíben el juego: por ruido, por mantener las zonas verdes impolutas, por descanso de los vecinos o porque el coche necesita pasar sin interrupciones, por supuesto.
Prohibir jugar al fútbol en los espacios de las ciudades es como dejar de darle cuerda al reloj de la infancia. Es algo casi antinatural y deprimente, quizá la mayor de las profanaciones modernas. A los niños les plantan carteles bermellones con un prohibido en letras mayúsculas, mientras se les reprocha la reclusión doméstica delante de la play, la tele o el teléfono móvil.
Creo, además, que esos carteles son un ataque apenas velado a las clases trabajadoras. Porque para una familia vulnerable con hijos, los costes de practicar algún deporte son prohibitivos. Los niños que crecen en pisos de cuarenta metros cuadrados, compartiendo habitación, con la televisión del salón monopolizada y el espacio justo para mantener una convivencia salvable, necesitan calle. Todos la necesitan, en realidad, pero ellos tienen un acceso mucho más difícil a actividades extraescolares de pago. El juego les permite experimentar y establecer vínculos. Esto es así: no hay mejor amigo que el que se crea en una pachanga improvisada.
Siempre que escucho alguna queja amarga sobre el ruido de los niños jugando, recuerdo cuando a mis amigos se les caía el balón en el patio de una casa colindante con nuestro colegio. Allí vivía un hombre mayor de facciones rudas. Si la pelota caía en su propiedad salvando la altura de la valla por un desajuste táctico del lanzador, en el recreo se escuchaban un “ohhh” prolongado porque sabíamos de inmediato que la diversión se había terminado. Balón que caía, balón que desaparecía.
Pienso en ese hombre ahora. Me imagino su incomodidad por el griterío constante con el que convivía, pero también me lo imagino con un lucrativo negocio de compraventa de balones. Hay que dejar que los niños jueguen, aunque solo sea por mantener el siempre próspero negocio del fútbol.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.