Culpar a Morata
Con pocos futbolistas se habrá sido más injusto en este país que con el delantero madrileño
Hay algo en el modo en que Álvaro Morata celebra sus goles que me produce cierta angustia. O al menos en los últimos tiempos, pues de él conservaba un recuerdo marginal de futbolista comedido, cauto en los festejos, nada ceremonioso. Su rugido en Córdoba, después de haber fallado un penalti minutos antes, me recordó a tiempos remotos donde el gol parecía una quimera llovida del cielo y los futbolistas corrían de un lado para otro, los compañeros en loca persecución sin saber dónde terminaba todo aquello y con el protagonista desgañitándose de una manera absolutamente inconsciente, un poco como esos niños que protestan por hambre o por sueño a grito limpio, sin pensar que algún día serán ellos los encargados de cuidar a otro y entonces echarán en falta esos tonos perdidos por haber abusado en el origen de la voz.
Con pocos futbolistas se habrá sido más injusto en este país —y quizá en otros, pero son casi el mismo país— que con Álvaro Morata, desde esta semana el cuarto goleador histórico de la selección y a solo uno de tremendo gigante indiscutible como Fernando Torres. 37 tantos alumbran a un delantero que, además de marcar, trabaja para el equipo como si el alimento de sus hijos dependiera de una especie de trueque bíblico: ganarás tanto pan como sudor corra por tu frente. Y nadie corre más que Morata. Nadie incordia más al rival que Morata. Nadie explica mejor los fundamentos del delantero centro moderno que Morata.
A España también la explica muy bien el madrileño, producto estrella de la cantera del Real Madrid que emigró en busca de minutos de calidad, en busca de unos galones que le permitiesen regresar a casa con otros méritos que los de atacante prometedor del Castilla: de esos, salvo la excepción marciana de Raúl, están los álbumes de cromos llenos y ninguno con la elástica blanca salvo por las jornadas de puertas abiertas de las pretemporadas, las rondas preliminares de la Copa del Rey o algún arranque furibundo de algún técnico de recambio. Que se lo pregunten a Eto’o, por ejemplo. Pero Morata sí regresó tras triunfar en ligas mayores. Y fue entonces cuando comenzó esa desescalada forzada de su prestigio en la que nada de lo que haga sobre el campo parece compensar cuanto provoca fuera.
Morata, que entró en la segunda mitad de la famosa remontada en Lisboa y le dio al equipo lo que en aquel momento no le estaba dando Benzema, salió del Real Madrid por una puerta tan trasera y minúscula que ni siquiera se puede decir que lo hiciese dando un portazo. “Jugué en el Madrid, pero yo iba con mi papá al Calderón y soñaba con jugar allí. Por desgracia tuve que jugar allí con otras camisetas y no con la del Atleti”, le confesó al tenista Fabio Fognini en una charla de Instagram. Al día siguiente, algunos titulares de prensa hablaban de rencor, mala memoria y desprecio: así se tejen en España ciertas telarañas.
También es muy probable que Morata no haya sabido gestionar las despedidas. Incluso sus rupturas. Las redes sociales son un canal de comunicación que muchos jóvenes futbolistas entienden como un medio de expresión sin necesidad de someterse a los filtros de la prensa, pero a menudo no comprender sus riesgos y hasta minimizan los peligros. Solo al final, cuando todo estalla por los aires y el peso del odio gratuito se hace insoportable, parecen darse cuenta de los pasos equivocados. Lo sabe bien Morata, que además pensará que toda la culpa es suya, y resulta que no.
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