¿Qué esperamos exactamente de un jugador de fútbol?
Ni la selección venció al racismo (como si eso fuese siquiera posible), ni Lamine Yamal y Nico Williams se disfrazaron de Martin Luther King
A la euforia desatada por la selección española tras conseguir la Eurocopa, le ha seguido una especie de sentida decepción por la celebración de los jugadores en Madrid. Ni una mención al racismo, al machismo, al drama de Palestina, a la guerra civil en Yemen, a los desahucios, a la crisis de la vivienda, nada de nada; solo música de cuestionable gusto, Gibraltar español, testosterona y alcohol. Así que para algunos la selección ha pasado en pocos días de vencer al racismo —aunque esto no aparezca en las actas arbitrales de los partidos—, a carecer de cualquier valor cívico y moral.
Pero claro, ni la selección venció al racismo (como si eso fuese siquiera posible), ni Lamine Yamal y Nico Williams se disfrazaron de Martin Luther King durante tres semanas, ni ahora han entrado súbitamente en un terreno amoral ignoto. La selección ganó una Eurocopa e hizo feliz a bastante gente durante unos días. Los que antes odiaban el fútbol, lo seguirán odiando con alegría y motivos renovados. Y los que antes lo disfrutaban, ahí seguirán, ahí seguiremos domingo a domingo consumiendo sus bondades y defectos.
Pero vamos a ver, ¿qué esperamos exactamente de un jugador de fútbol? ¿Esperamos que cambie el mundo como un superhéroe vestido de Gucci? ¿Qué personalidades de Marvel esperamos que encarnen? ¿Y qué esperamos de una selección nacional? ¿Esperamos que haga desaparecer los males de la sociedad?
Supongo que el extenso intercambio de tiempo y dinero que mantenemos con el fútbol nos da a los aficionados el derecho a sentir que podemos reclamar, esperar y exigir todo de él. El fútbol, pensamos (o al menos eso pienso yo) está en deuda con nosotros. Los futbolistas están en deuda con nosotros, evidentemente. Y claro que a (casi) todos nos gustaría que nuestros jugadores aprovechasen su enorme altavoz para hablar de causas sociales o movilizar conciencias. Algunos lo hacen, algunos hasta movilizan votos, la mayoría no. La mayoría se limitan a jugar. Así ha sido siempre y así seguirá siendo salvo que el sistema operativo del fútbol se reconfigure desde cero.
Para que el fútbol tuviese esa cualidad beatífica de cambiar el mundo, necesitaríamos primero que cambiase el fútbol. Y si lo primero es imposible, imaginaos lo segundo. El fútbol sigue siendo un espacio donde los jugadores se han expuesto a sanciones por determinados gestos, donde las federaciones tienen más poder que la ONU, donde podría montar una Liga el Conde Drácula y se vería bien que los jugadores se fuesen a ella por sumas millonarias, donde la supuesta neutralidad en cuestiones políticas y religiosas ha llegado a convertirse en neutralidad en cuestiones relativas a derechos humanos —¡Oh, Mundial en Qatar!—. Aunque la inacción sea en sí misma una opción profundamente política, pero ese es otro asunto. Y los futbolistas siguen viviendo en burbujas con certezas que normalmente no se corresponden con las nuestras. Creo que por eso tantos exfutbolistas y futbolistas caen en estafas financieras y teorías de la conspiración (que si no se alunizó en la luna, que si el sol no da cáncer, que si la vacuna nos controla), convencidos de que en el mundo rigen normas diferentes para ellos.
Los jugadores están encontrando poco a poco su voz en un sistema que siempre los ha silenciado. Algunos se empiezan a mostrar y compartir sus ideas políticas (ojo, es posible que no coincidan con las tuyas). Pero no tienen por qué ofrecernos nada más allá de su trabajo, menos aún la salvación mundial. Nadie debería obligarlos a desempeñar un papel público que no desean. Una noche como la de la final de la Eurocopa, esa alegría colectiva, debería ser suficiente por ahora. Porque, insisto, para que el fútbol pudiese cambiar el mundo, primero tendría que cambiar el fútbol.
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