Cambiar de equipo
Todos los que apoyamos a equipos humildes desde la infancia hemos pensado cómo sería levantarse un día convertidos en uno de esos aficionados que celebran títulos como quien celebra que detrás de un lunes llega un martes
Escribía mi querido Carlos Marañón en el Diario AS que “En las antípodas de mi microegoísmo, una de las cosas que llevo a gala en esta vida es que haya personas que se acuerden de mí por equipo interpuesto. Que escuchen el resultado del Espanyol y piensen en mí”. Lo cierto es que yo me acuerdo de Carlos Marañón cada vez que el Espanyol recibe un batacazo o una alegría, me lo imagino sonriendo o contraído en la tristeza, como en la escena de una película de Richard Curtis. Del mismo modo que me acuerdo de mi amigo Juanlu cuando el Mallorca consigue algo reseñable. O de mis amigos Iñigo y Nerea si el Athletic saca a pasear barcos por la ría. Sé que mi amigo Mario dormirá del tirón si el Atlético hace un buen partido. Y me preocupa la salud mental de mi amigo Héctor, que lleva meses invocando a dioses proscritos y jurando apóstrofes en arameo por la temporada del Granada.
En la vida vas siendo de muchos equipos secundarios. Algunos de esos equipos se terminan yendo, como las personas que te los han traído. Y cuesta muchísimo despedirse, también de los escudos episódicos. Otros se quedan para siempre, impermeables ya a vaivenes o traiciones. Pensaba en ello esta semana, en lo fácil que es adquirir simpatías y antipatías futbolísticas tangenciales, y lo difícil (si no imposible) que es dejar de ser de un equipo para hacerte de otro.
A mí personalmente me parece legítimo cambiar de equipo, pero solo lo entendería si tu club ha sido juzgado en el Tribunal de la Haya por delitos de lesa humanidad. Las personas cambiamos de pareja, de piso, de trabajo, de lavadora, de colchón, de teléfono móvil, hasta de ideología por razones genuinas y prácticas, normalmente porque creemos que nos beneficiaremos al realizar el cambio. Pero nada de eso puede aplicarse al apoyo a un equipo de fútbol. No hay practicidad en una elección futbolística, solo hay un vínculo. Y esta es básicamente la razón por la que el fútbol es lo que es. Sin esa lealtad irracional e intransigente el fútbol llevaría tiempo hecho ruinas, con bustos caídos de presidentes y turistas visitándolo a cincuenta euros la entrada.
Lo describió a la perfección Bobby Robson: “¿Qué es un club en cualquier caso? Ni los edificios ni los directores ni las personas a las que se les paga para representarlos. No son los contratos de televisión, las cláusulas de salida, los departamentos de marketing o los palcos ejecutivos. Es el ruido, la pasión, el sentimiento de pertenencia, el orgullo por tu ciudad. Es un niño pequeño que sube las escaleras del estadio por primera vez, toma la mano de su padre, contempla esa sagrada extensión de césped debajo de él y, sin poder hacer nada al respecto, se enamora”.
Habrá quien piense: ¿Pero qué sentido tiene mantener una decisión —la de ser de uno u otro equipo— que tomamos normalmente en la infancia? Pues precisamente por eso, porque en la infancia tomamos las decisiones más honestas. Todos los que apoyamos a equipos humildes desde la infancia hemos pensado cómo sería levantarse un día convertidos en uno de esos aficionados que celebran títulos como quien celebra que detrás de un lunes llega un martes. Ni Kafka se atrevió con tanto. Todos hemos pensado qué vistas tendrá desde arriba la montaña rusa de la gloria, porque siempre la hemos visto desde abajo y con dolor de cervicales. Pero, ¿Cómo se cambia uno de equipo? ¿Cómo se anula un sentimiento? Y sobre todo, para qué. Para qué apoyar una marca si estás apoyando algo muchísimo mejor, si estás apoyando una emoción.
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