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Muere Miguel Ángel, el mítico portero del Real Madrid de los setenta

El que fuera guardameta blanco tenía ELA y su reacción a la enfermedad no fue expansiva, como la de Unzué, sino que se replegó en sí mismo y tardó en conocerse la noticia incluso entre los veteranos del club

Miguel Ángel, en una foto de archivo.
Miguel Ángel, en una foto de archivo.REAL MADRID (REAL MADRID)

Mucho tiempo atrás el Madrid organizaba con frecuencia partidos amistosos entre semana en el Bernabéu, generalmente contra algún equipo de Segunda. Ahí mantenía en activo a sus suplentes (Manolín Bueno reinaba en aquellas tardes), ponía a punto a los lesionados y probaba a canteranos.

En una de esas ocasiones el rival era el Celta, que aprovechó para probar al portero de un equipo de un colegio de Orense, al que había echado el ojo. Mejor que nunca lo hubiera hecho, porque tras su exhibición el que le echó el ojo fue el Madrid, que se dirigió al colegio de Orense y lo compró. Había llamado la atención por su rapidez realmente felina y la concentración inalterable. Cuando fichó se pudo saber algo de él: un superdotado para el deporte, excelente jugador de balonmano y baloncesto en el colegio, máximo anotador juvenil de Galicia… Los entrenadores de los distintos deportes se peleaban por él. Pero el fútbol pudo más.

Miguel Muñoz, entrenador del Madrid, le veía demasiado bajito para el puesto. Muy dado a la socarronería y los motes, le llamaba el “saltimbanqui”. Y es verdad que con su 1,74 aparentaba poco en la portería, que entonces ocupaban el corpulento Betancort y Junquera, que pasaba del 1,90. Le cedieron al Castellón, que por entonces presidía un buen amigo de Bernabéu llamado Emilio Fabregat, alias El Onassis de El Grao. En ese club completarían su formación buenos valores del Madrid, entre ellos Del Bosque. Miguel Ángel fue titular allí sin reparos y volvió al Madrid, pero para apenas jugar. Su situación se complicó más porque surgió de la cantera García Remón, un joven prodigio que incluso llegó a la Selección El club llegó a juntar cinco porteros: ellos dos, Junquera, Corral y José Luis Borja. Para Muñoz nunca estuvo entre los primeros. Solo jugaba ocasionalmente. Y así se plantó en los 26 años.

Hasta que llegó Miljanic, que daba gran importancia al entrenamiento. Impuso figuras como preparador físico o entrenador específico de porteros, y García Remón no era precisamente un entusiasta del trabajo entre semana. Miguel Ángel, sí. Inagotable, se agarró a esta oportunidad, se hizo con la portería y triunfó plenamente. Los prejuicios con su estatura desaparecieron. Los más veteranos recordaban que Juanito Alonso, el portero de las primeras Copas de Europa, tampoco había sido alto. Los más jóvenes se entusiasmaban con su estilo ágil. Y el público en general era feliz con ese portero que daba puntos y títulos. Su final de Copa ante el Atlético, 0-0 tras prórroga y resuelto a penaltis, fue legendario. Declinado Iribar y tras algunas vacilaciones entre varios otros nombres (Reina, Deusto, Superpaco…) acabó instalándose en la Selección, hasta la llegada del insuperable Arconada. Su parada en el Mundial de Argentina a un tiro muy próximo del austriaco Kreuzer fue un prodigio. Un día me contó que la fuerza del balón le desplazó en el aire, cuando lo hubo agarrado. Nunca volvió a pasarle.

Su suerte cambió cuando llegó Boskov, que prefirió a García Remón. La afición comparaba, pero nadie tenía queja de ninguno. Ya había pasado con Alonso y Domínguez, Vicente y Araquistain, Betancort y Araquistain… Por entonces, el club procuraba tener dos porteros de talla internacional.

Lo pasó mal, se enfadó con Boskov, que le pasó por delante a Agustín, recién salido del Castilla, cuando García Remón se lesionó. Pero se fue Boskov. Con Di Stéfano, Amancio y Molowny volvió el duelo entre ambos, según estado de forma y lesión. Se retiró con 37 años y una gran hoja de servicios: 341 partidos, entre 1969 y 1985. Siete ligas, tres copas, una Copa de la UEFA y una Copa de la Liga en 346 partidos. García Remón sumaría 241 entre 1971 y 1986.

Después, un espabilado le metió en un lío que le consumió los ahorros, no tantos como si hubiera jugado en esta época o en otro puesto. Cierta vez me calculó que ocupó un puesto por detrás del quince en ingresos. “Nadie va al campo a ver a su portero, sino a sus delanteros…”, decía con resignación. Ahora se les valora más.

El Madrid le sacó del hoyo. Lo merecía, porque fue ejemplar en todo: trabajo, seriedad, compañerismo, alimentación, vida ordenada… Por un tiempo entrenó a los porteros, luego fue director de instalaciones en la vieja Ciudad Deportiva.

Disfrutaba de una vejez feliz, con dos nietos, cuando le asaltó la ELA. Su reacción no fue expansiva, como la de Unzué, sino que se replegó en sí mismo. De hecho, tardó en conocerse la noticia incluso entre los veteranos del club, sus excompañeros. No hace demasiado tiempo de aquello. Ahora que ha terminado todo lo que nos queda a quienes le vimos jugar es el recuerdo de aquella asombrosa rapidez.

Cierro los ojos y vuelvo a ver aquella parada al tiro de Kreuzer…

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