El fútbol y las (dis)continuidades balcánicas
Los estereotipos sobre los Balcanes abundan, pero también se diversifican los intereses. Áxel Torres acaba de publicar ‘Crónicas balcánicas’, un libro de viajes centrado sobre todo en Albania y Kosovo a lo largo de una década
Esta Eurocopa ha estado marcada en sus primeras jornadas por el cruce de insultos entre aficiones balcánicas: Albania y Croacia han sido sancionadas por “emitir mensajes inapropiados” contra Serbia, y en declaraciones televisivas Jovan Surbatović, secretario general de la Asociación Serbia de Fútbol, solicitó a la UEFA que castigara severamente a ambos países; incluso se llegó a especular con que la selección serbia abandonaría el campeonato. De hecho, el jugador albanés Mirlind Daku fue sancionado con dos partidos por proferir insultos contra Macedonia del Norte al finalizar el encuentro ante los croatas. Todo ello parece un teatro de sombras, una representación de la reputación que ostenta la región en el imaginario común.
La Tabla de los Pueblos, un óleo anónimo del siglo XVIII, de origen austriaco, expone cuáles eran los estereotipos de las naciones de entonces. De los turcos y griegos (en relación a los balcánicos) se dice que mueren por “inanición”. Cualquiera que haya viajado por los Balcanes durante las últimas décadas sabe que las raciones locales eran copiosas; pero también, si realmente ha seguido la actualidad, sabrá que estas se han ido reduciendo debido a la masificación turística. Albania se ha convertido en un destino atractivo: el aeropuerto de Tirana, entre 2019 y 2023, ha pasado de recibir un millón y medio de viajeros a más de siete millones. La región vive sus cambios.
Los estereotipos sobre los Balcanes abundan, pero también se diversifican los intereses. Áxel Torres acaba de publicar Crónicas balcánicas (Contra), un libro de viajes centrado sobre todo en Albania y Kosovo, a lo largo de una década, con viajes de ida y vuelta (cinco). “Periodista de fútbol”, tal como se define a sí mismo, había viajado en Interrail por la zona entre 2005 y 2007: “Sarajevo infundía respeto por todo lo que había pasado”, pero no sería hasta 2013 cuando se embarcó en la aventura de este libro. Movido por un vitalismo al estilo de los viajes de Evliyá Çelebí, Ami Boué, Edith Durham o Rebecca West, viaja acompañado por un fotógrafo o su pareja, para transitar la antropología futbolera local, y dibujar un retrato intrépido, conciliador e íntimo, jaspeado de sus problemas de salud mental. Los balcánicos a menudo recurren a la expresión: “Tener una nube negra sobre la cabeza”.
Este relato de aproximación curiosa está ávido de exploración, a través del lenguaje cuasi-universal del fútbol. Acostumbrados a los relatos trazados por el magnetismo de “ese revoltijo típicamente balcánico de pedazos de historia desmenuzados e incompatibles” como describía en su Lejos de Toledo el escritor búlgaro Angel Wagenstein, Crónicas balcánicas es innovador porque es un desarrollo personal, distinto al arquetípico paracaidista que se encapricha con un lugar hasta que el exotismo se esfuma. El texto es transparente por la naturalidad con la que el mundo local y el propio autor se abren: “Y más en un lugar como Kosovo, que claramente estaba deseando contar su versión de los hechos para conseguir que su federación recibiera el reconocimiento de UEFA y FIFA”.
Torres planifica su calendario, coge aviones, sufre sus ausencias, manda mensajes a sus nuevos amigos por las victorias albanesas y kosovares y crea un vínculo más allá de las líneas del texto, más allá de las cronologías, porque el tiempo tampoco se detiene en los Balcanes. Preguntado, Torres alega: “Es una región en la que siempre hay contenido nuevo. Que la selección de fútbol de Kosovo esté jugando clasificaciones para Mundiales parecía impensable hace diez años”.
No es difícil penetrar las conciencias balcánicas a través del balón. Las terrazas de Tirana o Pristina han vibrado todas estas primaveras con Messi o Ronaldo. Pero Torres, obstinado, contacta con periodistas y autoridades, entre ellas el mítico Fadil Vokrri, jugador del Partizan de Belgrado y presidente de la Federación de Kosovo (fallecido en 2018). Se sube a furgonetas y taxis, entabla amistad con una retahíla de figuras, con el radar puesto en los clubes, su idiosincrasia, sus talentos, por muy cochambroso que sea el entorno, dispuesto a ingerir carne a la brasa, inhalar humo y escuchar los sueños, digresiones, fobias y quehaceres oriundos entre vasos de raki. La región destila hospitalidad y Torres la exprime entre recuerdos y aprendizajes.
En esa búsqueda, sigue el avance de la selección de Albania en las rondas de clasificación (especialmente memorable el pasaje dedicado a la victoria de Serbia en Elbasan contra Albania durante las rondas de clasificación para la Euro de 2016, después del incidente de la bandera de la “Gran Albania” en Belgrado), y el seguimiento del reconocimiento de Kosovo como miembro de la FIFA, con toda la genealogía que implica la selección de jugadores en la diáspora y las tensiones entre albaneses y kosovares por adjudicarse a las mejores estrellas.
Las redes especulan, entre la chanza y el eurocentrismo, con la celebración de una Copa Balcanes, para que los espectadores disfruten de enfrentamientos a cara de perro entre los equipos de la región. Los gritos de los aficionados albaneses y croatas (“mata al serbio”), la provocación a los serbios del periodista kosovar Arlind Sadiku, manufacturando el símbolo del águila bicéfala, o de los serbios con banderas de “No hay rendición” (contra el reconocimiento de Kosovo) y las proclamas de Daku (“que se jodan los macedonios”) retroalimentan las ansias de los que desean que se celebre un sucedáneo balcánico de Los juegos del hambre.
Crónicas balcánicas reconoce la normalización del lenguaje del odio: “Hay pintadas en las calles glorificando a criminales de guerra. Se venden souvenirs con el rostro de generales de guerra. Hay estatuas de combatientes en ciudades que están a escasos kilómetros de territorios en los que esas personas son consideradas terroristas”, dice Torres, pero también como Albania o Kosovo van cambiando, también sus personajes y sus estadios, los momentos de eclosión a los que acompaña el escepticismo o la resignación. La vida cambia en Albania o Kosovo. Posiblemente ahí sea donde estriba el mayor valor de Crónicas balcánicas, en que hasta el propio autor reconoce sus cambios personales, en la capacidad para pensarse a sí mismo y transmitir los Balcanes, desde diferentes enfoques, sin que sea una foto fija.
Miguel Roán es director de ‘Balcanismos’.
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