Benjamin Védrines, el escalador revolucionario del siglo XXI, triunfa con un documental soberbio que recoge su récord de velocidad en el K2
Los Piolets de Oro reconocen al francés con una categoría especial recién creada al alpinista más prolífico, un portento físico que lucha también contra los límites de su mente y que representa el futuro de su deporte


Único, inclasificable, revolucionario, incansable, adelantado a su época, polifacético, físicamente inalcanzable… Nadie sabe bien dónde encajar al alpinista y guía de montaña francés Benjamin Védrines (33 años). Tanto es así, que el jurado de los Piolets de Oro anunció hace unos días que le premia en una nueva categoría, una creada a su imagen, reconocimiento a un sinfín de ascensos veloces, escaladas al límite, descensos en esquí alucinantes o vuelos en parapente inéditos perpetrados estos últimos tres años. Los Piolets de Oro, creados para premiar anualmente a la mejor actividad de alpinismo, se quedarían cortos o deberían premiarle cada año: incansable, encadena proezas a un ritmo que nadie ha sido capaz de mantener antes que él. Le premian por representar “el futuro del alpinismo”, un camino que Védrines transita desde hace un lustro, al menos. El galo es la síntesis perfecta de los gloriosos apellidos del alpinismo del país vecino: veloz como Louis Lachenal, explorador como Lionel Terray, elegante como Gaston Rébuffat, creativo y técnico como Jean Christophe Lafaille, bulímico y volador como Christophe Profit o Jean Marc Boivin, filósofo y puro como Patrick Berhault, veloz en los ochomiles como Marc Batard…
Védrines, con todo esto, es algo más: un joven que desea explicarse, que se busca, que entiende que no hay grandes estrellas del alpinismo sin relato propio, sin un gran libro… o sin un gran documental a sus espaldas. Adora la palabra. Al tiempo que ha publicado un libro sobre el K2, acaba de estrenar su documental K2. Chasing Shadows, que llegará a los cines de 15 ciudades españolas a partir del 24 de noviembre. El trabajo, dirigido por David Arnaud y Hugo Clouzeau, mezcla la verticalidad sobrecogedora del K2 (8.611 m) con la historia de un fracaso, de un éxito arrollador después, y de un gran vacío.
En 2022, ebrio de confianza tras destrozar el récord del ascenso más veloz al Broad Peak (8.051), Védrines se acercó al vecino K2 con la idea de repetir. Casi muere a 8.400 metros, traicionado por un principio de edema cerebral. Un alpinista mexicano que descendía de la cumbre lo encontró tirado en la nieve, atado a la cuerda fija, inconsciente. Le colocó la máscara de oxígeno artificial, subió el flujo y le devolvió la vida. Al llegar a casa, decidió que regresaría, pero antes tuvo que aprender a lidiar con su miedo a morir y decidió no dejar nada al azar, no volver a improvisar a capricho. Se embarcó en una preparación exhaustiva. Se rodeó de un psicólogo deportivo, de un entrenador personal, se entregó a científicos que valoraron su tolerancia a la altitud extrema, buscó los consejos del mejor parapentista francés… su sueño era firmar en 2024 la ascensión más rápida de la historia al K2 y despegar con su parapente de un kilo de peso desde la propia cima.
Antes de partir, se juró que abandonaría si notaba algún síntoma de estrés asociado a la altitud, un temor que le persiguió durante casi los dos años que duró su preparación. Finalmente, con toda la prudencia posible, con el freno de mano echado y con una aprensión inquietante sobre sus espaldas, el francés paró el cronómetro en 10 horas, 59 minutos y 59 segundos. Un tiempo sideral. Las imágenes del documental, con un cámara permanente en el campo base, otras de manera esporádica hasta el campo 2 y el vuelo de un dron, perderían su sentido de no ser por el inagotable trabajo de filmación con cámaras GoPro del protagonista, imágenes que le hacen a uno sentir prácticamente la nieve bajo sus pies o el aire al despegar con el parapente.

Pero el documental no es la historia de un récord, ni un asunto de adrenalina: los hechos deportivos son la excusa para narrar temas universales como el miedo a morir en la montaña, una aprensión que todos comparten aunque la nieguen de cara al público. En Védrines sorprende su capacidad para desnudarse, para asumir discursos profundos, para anticipar que escalar montañas es mucho menos un ejercicio físico que mental, un viaje interior hacia... ¿ninguna parte?
Si el alpinista francés domina el escenario, fluye sea el terreno que sea, sobrevuela los peligros como si estos no existiesen, su yo interior resulta mucho menos sólido de lo que cabría imaginar: “Creo que hago todo esto, escalar montañas sin parar porque lo necesito para confiar en mí… me falta confianza”, suelta ante la cámara como un bombazo. El alpinismo resulta verdaderamente interesante cuando revela el alma de sus actores, cuando estos exponen sin artificios sus motivaciones, sus deseos, sus traumas y sus miserias. No son seres superiores, dioses más elevados que las propias cimas, sino, a menudo, seres en conflicto interno. Como todos. Y es en la revelación de estas carencias donde el alpinismo ofrece un relato interesante, conmovedor y cautivador. Los alpinistas robóticos dejaron de ser estimulantes hace tiempo.
Védrines es llanto desconsolado, un tipo en la cima de su arte, en la segunda cima más elevada del planeta que llora mientras el público se pregunta qué le ocurre. Porque no es un llanto de alegría, no es la euforia del deportista extasiado, no es el discurso de un ganador. Es un joven que ha llegado al fondo de sí mismo y que no encuentra respuestas. Resultan mucho más estresantes sus lágrimas que las entretelas de su escalada y, reconoce, que hay una montaña que quizá nunca sea capaz de escalar: la montaña de angustia vital que crece en su pecho.
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