Benjamin Védrines, el francés que está llevando el alpinismo hacia límites jamás imaginados: “Siento el miedo como un freno necesario”
El escalador, himalayista y esquiador, uno de los mejores alpinistas del mundo en la actualidad, reconoce su temor al peligro en la montaña y reflexiona sobre el riesgo tomado históricamente por otros como él: “Ahora somos menos suicidas”
Hace apenas tres semanas, durante un par de jornadas de puertas abiertas organizado por la firma The North Face en la localidad francesa de Annecy, la empresa All Triangles acogió a varios medios de prensa para mostrar las entrañas de las instalaciones donde se diseña el calzado de montaña del futuro, prototipos impensables hace nada. En una caja anodina de plástico, un híbrido entre bota y zapatilla lleva el apellido Védrines. “Benjamin está de regreso de Pakistán y prepara una buena en el macizo del Mont Blanc. Le hemos preparado un calzado para que vuele”, avisa, enigmático, Julian Traverse, CEO de la empresa. Benjamin Védrines (Die, Francia, 31 años) escaló el pasado lunes la arista más icónica del Mont Blanc, la Integral de Peuterey, en 6 horas y 51 minutos: 4.282 metros de desnivel positivo, la gran mayoría escalando en roca y sobrevolando un terreno mixto que exige la mayor de las concentraciones. Una cordada eficiente invierte dos días. Ueli Steck, el alpinista más impresionante del presente siglo, invirtió 16 horas en unir el punto de partida en Val Veny con la localidad de Chamonix, y se estima que tardó 10 horas y media en pisar la cima del techo de Europa… casi cuatro horas más que el francés. Védrines está llevando el alpinismo a una dimensión sideral. Él solo y a toda pastilla: en menos de un año ha escalado el Broad Peak (8.051 m) en 7 horas y 28 minutos, completado con esquís la Chamonix-Zermatt y sus más de 100 kilómetros de recorrido en 14h 54 min y escalado la mítica vía Gousseault-Desmaison en 15 horas… arrancando desde Chamonix tras superar la norte de las Grandes Jorasses. Siendo todo esto estratosférico, Pogacar, Indurain e Hinault mezclados en un solo deportista, la faceta más atractiva de Védrines es su desconcertante perfil humano. El alpinismo, y especialmente en Francia, siempre ha sido un asunto de machos alfa, de egos desbocados, de envidias y espíritu kamikaze, de testosterona, épica y drama. El joven francés (30 años), en una entrevista concedida a este periódico poco antes de medirse el pasado junio a la vertiente Rupal del Nanga Parbat, confiesa que necesita “un equilibrio entre compromiso y razón”. Asegura que tiene miedo. Que desea, más que nada, vivir, envejecer.
En Pakistán, bajo la pared más salvaje del Himalaya: 4.500 metros de pesadilla, de leyenda, el reto soñado por Védrines, algo ha ocurrido para que finalmente el francés, acompañado por el alemán David Goettler, esquive dicho reto. Quizá nunca la desearon, pero ¿qué alpinista no la sueña? Ambos se lanzaron en cambio en estilo alpino (sin campos fijos, sherpas, cuerdas preinstaladas y nada de oxígeno embotellado) por uno de sus costados, la arista Shell, muchas veces escalada, no por eso un regalo. A 7.500 metros, 600 por debajo de la cima, Goettler renunció. No iba. Necesitaba energía para bajar de forma segura. Védrines volaba en cambio. La cima era tan segura como la luz del día, de un cielo perfecto. Goettler agachaba la cabeza, giraba sobre sus crampones, empezaba la huida hacia la vida. Védrines dudó, maldijo, miró hacia la cima, miró hacia su compañero. E hizo lo único que podía hacer para no traicionarse, para poder seguir escalando siempre con la cabeza alta: acompañó a Goettler ladera abajo. Fue más fuerte que su ego, que su juventud, que sus ganas, que cualquier justificación injustificable. Fue lo que se espera de una gran persona, no de un alpinista cegado por los likes en Instagram. “Mi corazón miraba a la cima, la razón hacia abajo. Atados, debemos ser solidarios y dependientes el uno del otro: es en estos casos que la unión de la cuerda se muestra tan cruel como plena de sentido. Estamos para gozar lo mejor y sufrir lo peor”, describe Védrines y se agarra al Nanga Parbat mientras escala desaforado en su jardín de la Peuterey.
“Los alpinistas de ahora, respecto a los de los 80 o 90, tenemos una relación diferente con el riesgo: somos menos suicidas. Quizá porque no tenemos tantas cosas que demostrar. Por supuesto, tomamos como referencia lo que se hizo entonces, pero tenemos ciertos complejos porque los antiguos pusieron tan alto el nivel de compromiso (Boivin, Profit…) que a nosotros los jóvenes que vivimos instalados en la cultura del peligro cero nos cuesta asumir la idea de poder matarnos en la montaña. Así, somos más prudentes, creo, pese a que hoy en día lo tenemos más fácil. El nivel no ha subido tanto desde los 80 o 90, pero podemos crecer en cuanto a rendimiento físico. Los alpinistas estamos muy lejos en cuanto a capacidades físicas de los ciclistas profesionales, por citar un ejemplo. Pero hay que recordar que a los alpinistas nos gusta la libertad y no tanto lo que resulta muy estructurado. Lo que sí ha cambiado en nuestra generación es el compromiso medioambiental: en los equipos de jóvenes, de un grupo de 8 siempre hay 2 o 3 que se niegan a montar en avión para ir a escalar: prefieren hacer cosas cerca de casa, reinventar lo que se hizo antes”, analiza Védrines.
El camino a la revolución del rendimiento en el alpinismo resultaba tan evidente como la dejadez de generaciones de alpinistas que siempre despreciaron el trabajo aeróbico. Ueli Steck hizo estallar todos los registros y Védrines no llegó a la montaña desde un ambiente propicio: “Antes del alpinismo hice carrera a pie de muy joven, esquí y bici de carretera, compitiendo, y me encantaba. Lo hice entre los 13 y los 14 años y a los 15 empecé la montaña. Fue una atracción personal. Me hace ilusión que viniese de dentro de mí, que no fuese condicionado por nadie. Lo fui a buscar y no fue fácil porque no conocía a nadie que pudiese llevarme en mis inicios. Mi tío, que era guía de montaña, ya era muy mayor, mis padres no hacían ya montaña. Además, procedo del Vercors, donde las montañas son más pequeñas y pocos practican el alpinismo…. En el colegio me pasaba el rato mirando las montañas desde la ventana. No quería estudiar, ni trabajar como todo el mundo, pero sabía que iba a ser muy difícil… no confiaba en mí. Ahora mantengo la pasión, pero tengo dudas: pierdes amigos en las cimas, te colocas en situaciones de peligro y sé que cada época de mi vida tendrá sus momentos…” aventura. Ueli Steck murió en el Nuptse. La muerte visita los sueños de los alpinistas. “Las dudas, el miedo, me visitan: tengo pasión por el alpinismo comprometido, pero sé que esto puede variar en función de cómo sienta mi vida. Tengo que controlarme y evitar tomar demasiados riesgos porque quizá me canse de asumir tanto peligro y lo deje. Yo quiero envejecer y me da miedo que mi pasión me ciegue y me haga tomar malas decisiones en montaña. A veces, cuando me pongo en un proyecto severo, reconozco que me entra el miedo y me pregunto si realmente quiero hacer eso… porque siento una gran aprensión”, confiesa. Un discurso que parecía prohibido hasta hace bien poco.
“Ahora no competimos los unos con los otros, ni tampoco entre guías: antes no se hablaba del miedo, de sentimientos, mientras que ahora nos animan a hablar de emociones, a decir lo que nos da miedo, mientras que antes parecía que era un tema tabú. A esto ha ayudado que han llegado las mujeres a guiar y su sangre nueva ha mejorado mucho el contexto. Ahora, además, hay menos cosas que demostrar porque casi todo ha sido hecho. Nuestra evolución va en paralelo a la evolución de la sociedad”, reconoce Védrines.
Muchos alpinistas observan serias dificultades para conciliar su ‘vida civil’ con su vida en montaña. A veces media un abismo entre ambas existencias, desdobladas, ajenas, inconexas. “En el día a día vivo como una oveja, pero en montaña todo cambia y me convierto en tigre donde exploro mi potencial físico y mental. En el fondo de mí mismo creo que aspiro a una vida sencilla, sin proyectos complicados y comprometidos. Tengo amigos que no hacen alpinismo extremo, pero que acuden a la montaña y tienen pequeños negocios propios y me dan envidia: no necesitan ir a colocarse en posiciones horribles como yo, en montaña. Pero luego estoy ahí… ahora soy mucho más consciente de lo que es mi vida. La intensidad de la vida que conozco en montaña me ayuda en el día a día, me permite relativizar y aceptar las dificultades de la vida corriente. La montaña es una escuela de vida”.
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