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Blogs / Deportes
El Montañista
Coordinado por Óscar Gogorza

El drama y el rescate en Chamonix que cambiaron los protocolos de salvamento en montaña

Dos alpinistas franceses escalan en nueve horas la cara norte de las Jorasses por la misma ruta en la que René Desmaison permaneció 15 días en 1971 y perdió a su amigo Serge Gousseault

Chamonix
Benjamin Védrines encabeza uno de los largos de mixto en la ruta Gousseault-Desmaison.

“¡Eres un cerdo! ¿Me oyes? ¡Un cerdo! Me he quedado a tu lado y tú te has ido. Me dejas solo…”. Nadie escucha los alaridos de René Desmaison, que le grita a un cadáver toda su rabia y angustia. Su voz rebota contra la roca y el hielo y se pierde entre el viento y la niebla. El cuerpo embutido en un buzo azul que reposa a su lado colgado de un pitón en la roca es el de Serge Gousseault, 24 años, un atleta rubio que no ha podido soportar más lo insoportable.

Amanece en los primeros metros de la vía Gousseault-Desmaison.
Amanece en los primeros metros de la vía Gousseault-Desmaison.

Es el lunes 22 de febrero de 1971 y la pareja lleva ya once días de lucha en la cara norte de las Grandes Jorasses, primero tratando de abrir una vía nueva en pleno invierno; después para salvar sus vidas. Serge no irá más lejos. De hecho, Desmaison lleva dos días izándolo metro a metro, cuidando de él, reconfortándole, mintiéndole. Es la ley no escrita de la cordada: no se abandona a un compañero. En todo este tiempo, Desmaison solo ha concedido cinco minutos a la desesperación más profunda: cuando Serge susurra que no puede escalar. “Un inmenso dolor y una desesperación sin fondo me invaden. El miedo se apodera de mí. Apoyo mi cabeza contra el hielo. Nos adentramos en aguas negras, temo esas aguas. Temo la muerte”, escribirá un Desmaison que nunca jamás olvidará ese instante. Porque una cordada no avanza si uno no quiere. O no puede. Y entonces el compañero que es tu fuerza, también, se convierte en un ancla animada.

Pocas paredes alpinas resultan tan severas e intimidantes como la norte de las Grandes Jorasses, una muralla de dos kilómetros de ancho y 1.200 metros de altura, negra, hostil, fría que mira hacia Chamonix. Durante décadas, este escenario ha sido el terreno de juego donde ha crecido y madurado el alpinismo de vanguardia. Un lugar terriblemente salvaje a tiro de piedra de la civilización. Un contraste difícil de entender. En 1971, René Desmaison permaneció en esta pared dos semanas, entre el 11 y el 25 de febrero. Un total de 342 horas que alteraron su existencia y cambiaron el funcionamiento de los servicios locales de rescate.

Foto de cima, con Védrines a la izquierda y Billon a la derecha.
Foto de cima, con Védrines a la izquierda y Billon a la derecha.

La semana pasada, dos de los mejores alpinistas franceses, Benjamin Védrines (del equipo The North Face) y Léo Billon (del Grupo Militar de Alta Montaña) salieron desde el pie de la estación de esquí des Grands Montets (Chamonix) cargados con mochilas de 15 kilos y deslizándose sobre las pieles de foca de sus esquís. Seis horas después, en la base de la ruta Desmaison-Gousseault se calzaron las botas de alpinismo, dejaron ahí mismo todo el material superfluo y escalaron la ruta en apenas nueve horas. 52 años después de aquella dramática primera vez, el conocimiento de la pared, el material moderno, el entrenamiento específico y los partes meteorológicos fiables han permitido reducir los horarios hasta límites impensables: 342 horas frente a nueve.

Védrines es el hombre de 31 años que el pasado verano escaló un ochomil, el Broad Peak, a la increíble velocidad de ascenso de 420 metros de desnivel por hora. Billon, de la misma edad, ha llevado la escalada en libre en terreno alpino hasta su excelencia. Para lograr un horario tan alucinante, prescindieron de hornillo, de gas y de material de vivac, una apuesta menos insensata de lo que puede parecer a tenor de su discurso: “hay que escalar rápido, ser eficaz en las reuniones, ser resistente y dominar la escalada mixta (en hielo y roca). Exige mucha experiencia y tiempo de inversión, pero este tipo de aventuras en las Grandes Jorasses nos permiten soñar con retos aún más ambiciosos”.

En 1971, la ambición, el verdadero motor del alpinismo, no faltaba entre los alpinistas punteros. René Desmaison se había destacado como un maestro y precursor del arte de las escaladas invernales, un giro de tuerca un tanto sádico en el alpinismo de dificultad. Desmaison ya se había apuntado de esta guisa el pilar central del Freney en 1967 y, un año después, el Linceul, en el extremo izquierdo de las Jorasses. Pero ansiaba abrir una vía directa en las inmediaciones de la Cassin a la punta Walker (4.208 metros). Cuando conoció a Serge Goussault este era un guía hábil, fuerte y sumamente ambicioso. Pero cuando salieron al encuentro de la pared, Serge ocultó a su compañero que estaba desarrollando un tipo de diabetes. Y eso acabó matándolo tanto como el frío extremo, la deshidratación y la exposición a un terreno inmisericorde.

Una semana después de iniciar su ascensión, el 18 de febrero, Serge Gousseault entra en barrena. Han escalado 900 metros verticales y están apenas a 300 metros del final, pero el mal tiempo arrecia, las nevadas se suceden y, peor aún, el viento les arranca la energía a mordiscos. Las manos de Serge, sobre todo la derecha, parecen un trapo hinchado y deforme del que cuelgan jirones de piel. No puede usarlas. No puede quitar a golpes de maza los pitones que Desmaison clava en la roca mientras escala para protegerse de una caída. En consecuencia, cada vez tienen menos material. Desmaison iza largo a largo a su amigo, operación terrible que los retiene en la pared día tras día. Después lo acomoda para pasar la noche, lo arropa, le da de comer, de beber, le asegura que están ya cerca de acabar con semejante tortura. Cuatro días después, 12 desde que dejaron el glaciar y emprendieron la escalada, llegan los delirios. Serge pide ir al bar, tomar algo caliente y regresar después. Luego, pregunta por qué no viene ningún helicóptero a su socorro. Horas más tarde, fallece.

Desmaison no encuentra fuerzas para separarse de él. La razón le dice que podría salir de ahí autoasegurándose pero lo ve como una forma de traición. Está a ochenta metros del fin de la pared. Una minucia. Un universo. Un helicóptero se acerca: ve al piloto. Y este le puede ver a través del cristal. El alpinista mueve los brazos como un poseso arriba y abajo. El helicóptero desaparece: sus integrantes creen que están bien y que, estando tan cerca de la cima, saldrán por sí mismos. Lo que nadie entiende es esto: el mismo helicóptero regresa al día siguiente y los encuentra en el mismo lugar. Luce el sol desde la víspera, no hay razón lógica alguna que los retenga en ese lugar. Más gestos desesperados. El aparato vuelve a desaparecer para desesperación de Desmaison.

En su obra 342 horas en las Grandes Jorasses, René Desmaison carga con dureza contra los servicios de rescate con base en Chamonix, y especialmente contra el héroe nacional, alcalde de la localidad, y presidente del Servicio de Socorro, Maurice Herzog (el primer hombre en conquistar un ochomil, el Annapurma, en 1950). El contexto explica en parte los entresijos de un rescate que tardó varios días en concretarse. Desmaison no es una figura apreciada en el microcosmos de Chamonix, donde los guías nacidos en el valle a menudo desprecian a los foráneos. En 1966, Desmaison y Gary Hemming desoyen los consejos de la todopoderosa compañía de guías local y salen al rescate de dos alpinistas alemanes en el Dru. Su éxito no borra la ofensa y Desmaison se ve expulsado de la compañía. Desmaison no se calla, ni huye la confrontación. Muchos le odian por ello y por su marcado carácter comercial: vende a Paris-Match la exclusiva del rescate en el Dru.

Abrazo de los alpinistas en la cima.
Abrazo de los alpinistas en la cima.

Por todo ello, Desmaison llegará a la conclusión de que los que debían rescatarle no tenían prisa alguna en hacerlo y no olvida la sentencia de Herzog: “no tomaremos riesgo alguno para no sumar nada a este drama…”. De hecho, ningún piloto logra posarse en la cima de las Jorasses pese al buen tiempo. El viento los asusta. Pero el 25 de febrero, el piloto Alain Frébault despega su aparato desde Grenoble y, sin haber visto en su vida las Jorasses, logra posarse a la primera cerca de su cima. Horas después, Desmaison es rescatado. En urgencias, el médico que supervisa su tratamiento le dirá que apenas le quedaban unas horas de vida. Su rescate polémico fue la palanca que cambió los protocolos: hoy en día el servicio de ayuda de Chamonix es un ejemplo a seguir.

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