Esteban Vicente, la vida de un hombre extraordinario
Alpinista superlativo, piragüista de élite, constructor de un velero de 120 toneladas, piloto de helicóptero, este aventurero polifacético falleció a finales de diciembre dejando atrás una existencia de película
¿Cuántas vidas caben en una sola persona? ¿Cuánta curiosidad y destreza puede atesorar un único ser humano? Para empezar a hablar de Esteban Vicente, sus amigos y familiares aclaran, por separado, que era un genio. Y, solo después, desgranan una cascada de anécdotas y recuerdos porque se niegan a aceptar que su muerte lo conduzca al cuarto del olvido. Pero antes de que la enfermedad lo alcanzase, una ataxia degenerativa sin cura, Esteban Vicente fue lo que le dio la gana, moviéndose de sueño en sueño. Siempre alcanzando un nivel excepcional, no solo en lo estrictamente deportivo: parece que el hombre de 69 años que no se despertó el pasado 26 de diciembre fue muchos hombres superpuestos. Existió un Esteban Vicente piragüista de élite, otro alpinista transgresor, uno que construyó una goleta de 31 metros de eslora y 120 toneladas, el que diseñó y creó una casa de ensueño y madera, el piloto de helicóptero…
“Su gran amor fue la montaña”, coinciden su hermana Mamen y su compañero piragüista Vicente Rasueros. “Sacaba adelante cualquier reto que se plantease, aunque no tuviese ni idea de la materia”, avanza Rasueros. “Su fuerza era su tremendo carácter, su optimismo y el dicho de que si se quiere se puede”, completa su hermana, que aún se resiste a dejar la casa en la que ha pasado los últimos 12 años al cuidado de Esteban. “Era alguien sereno, pero si se le metía una cosa en la cabeza, no había manera de disuadirlo”, explica Rasueros y cuenta una anécdota: “En 1976, se corría en el mismo día el campeonato de España de velocidad y de fondo (10.000 metros). Salimos la noche antes y paramos en una verbena antes de seguir camino. Llegamos a la tienda de campaña un poco tarde, en Alloz, Navarra. Muy temprano nos tocaba palear la eliminatoria de velocidad y Esteban se negó a levantarse de la cama y no remamos así que fuimos eliminados. Ese día me enfadé con él, pero por la tarde remamos el 10.000, lo ganamos y hace poco la hermana de Esteban me sacó fotos de aquel día: en el podio no estoy con Esteban sino con otro que subió en su lugar porque estábamos muy enfadados. Me he hecho un photoshop para poder estar con él en el podio…”.
Ese mismo invierno, Esteban Vicente sacudió el rígido y mitificado mundillo del alpinismo español. Tres años atrás, como media España, vivió semanas pegado al transistor de radio escuchando la pugna de varias cordadas de escaladores por apuntarse el primer ascenso invernal de la cara oeste del Picu Urriellu, o Naranjo de Bulnes. Por las tardes y las noches, los escaladores a través de un sistema de radioteléfono daban cuenta en las ondas de sus miserias y avances en una pared de 500 metros en la que la muerte había saludado intentos previos. Cuando Miguel Ángel Gallego y José Ángel Lucas, seguidos por César Pérez de Tudela y Pedro Antonio Ortega, zanjaron el asunto, el alpinismo nacional alcanzó su clímax histórico de popularidad. Fue casi en el más absoluto de los anonimatos cuando Esteban Vicente repitió la hazaña tres años después, en solitario y en apenas dos días. La incredulidad fue el único saludo que recibió. Pero no había mentido: cinco amigos de su curso de INEF, Vicente Rasueros entre ellos, lo acompañaron. “Si a Esteban le llega a pasar algo, se queda en la pared porque ninguno de nosotros hubiéramos podido hacer nada por ayudarle y ni siquiera hubiéramos sido capaces de bajar a Bulnes a por ayuda. Tuvo mucha suerte con el tiempo, hizo dos días de sol espléndidos pero si le sorprende una tormenta habría muerto, sobre todo porque a mitad de pared, en la zona conocida como Tiros de la Torca, tiró todo el equipo de vivac y se quedó con lo puesto para no cargar con nada, ir rápido y acabar la ascensión. De regreso, conseguí que José María García (principal altavoz de la invernal de 1973) lo entrevistase en los estudios de Madrid, pero no le gustó nada que Esteban no se diese importancia, que se riese de sí mismo, que no hablase de épica sino de situaciones casi cómicas así que en cuatro preguntas lo despachó… y como algunos seguían sin creerle, repitió un año después”, explica Rasueros.
“Escaló el Picu sin guantes, con un vaquero y con un jersey de lana tejido por nuestra madre”, se ríe Mamen. En 1977, regresó al mismo escenario, pero esta vez sin sol. Darío Rodríguez, fundador y dueño de la revista Desnivel contaba entonces 16 años de edad y se escapó de casa para poder unirse a su héroe. “Estuvimos un mes en el Naranjo, porque hizo malísimo. Lo acompañamos unos 10 amigos, cada uno de su padre y de su madre, y nos quería para que filmásemos la escalada. Nos descolgamos por Tiros de la Torca, dormimos con él pero él durmió sin abrigo porque el viento le había volado la mochila. Pasamos una noche de perros, e hizo la escalada en unas condiciones terribles. Irrumpió en el mundo de la escalada con estrépito, como un torbellino. Entonces, en el mundo ese había muchas pautas establecidas de cómo había que evolucionar en el mundo de la montaña, y Esteban se las saltó todas. Llegó diciendo que no era escalador, que no formaba parte del mundo de la escalada y que desconocía las técnicas propias de la escalada”, recuerda Darío Rodríguez.
Pero amaba las montañas, tal y como recuerda Rasueros: “Era soriano, pero en el año 70 llegó a mi club, en Salamanca, para hacer piragüismo. En 1975 entró en el Equipo Nacional de piragüismo y en esa época eran frecuentes concentraciones todo el año, muchas en Rumania y allí íbamos a pasar hambre, miseria y aprender de los rumanos. Pero Esteban no era carne para estar en una concentración y una de las veces pidió al seleccionador Eduardo Herrero ir a Madrid a hacer un examen y alguien lo vio en León, donde había ido a ver a una novia. Así se despidió del equipo nacional, pese a que era un portento físico con unas condiciones naturales impresionantes”. De hecho fue varias veces campeón de España en pista y aguas bravas y ganó los descensos de río más prestigiosos del país. Durante un tiempo se ganó la vida impartiendo cursos de formación de monitores de piragüismo y publicó un manual. Pero el alpinismo era el hilo conductor de su vida y sus exhibiciones se multiplicaron: firmó sendas invernales en solitario a las vías las Brujas y a la Rabadá-Navarro al Gallinero, en Ordesa. También se apuntó en solitario y en el día todas las vías del Torreón de Galayos y escaló el corredor del Diamante en el Monte Kenia junto a Luis Fraga.
Cuando todos lo veían lanzado hacia una gran carrera de alpinista, una visión se cruzó en su camino. Su exmujer, Inés Zalba, recuerda estar con él en la playa gallega de La Lanzada cuando vieron un barco navegando en el horizonte: “Nunca supe qué tipo de embarcación era, pero sí recuerdo que su visión dio pie a una conversación que puso en marcha una maquinaria”. Fue en 1979, y la vida de ambos dio un giro copernicano. “Estaba seguro de haber encontrado lo que tantas veces había intuido antes. Decidí cambiar la orientación de mi vida ya de por sí aventurera y trasladar las emociones de las paredes de roca y hielo, a las que tantas veces me había enfrentado, al mar”, escribiría Esteban como prólogo de su proyecto. Tras mucho ahorrar, en 1982 se plantaron en la localidad costera vizcaína de Lekeitio con varios camiones de leña cortada en Soria. El pueblo les prestó un cobertizo que sería su astillero y su hogar durante años. Esteban Vicente no sabía nada de navegación, nada de barcos, pero diseñó los planos de una goleta de velacho y el ingeniero naval que supervisó su trabajo apenas tuvo nada que corregir. “Era capaz de fabricar con sus manos cualquier cosa que su cabeza imaginase”, enfatiza Inés.
El día de la botadura del velero bautizado como Atyla: Marea Errota, en mayo de 1984, los niños de Lekeitio no fueron a la escuela, pero poco después el sueño casi derivó en pesadilla. Petronor, patrocinador de la empresa, retiró su apoyo: las deudas se amontonaron en el buzón del velero y el sueño de dar la vuelta al mundo empezó a difuminarse para dejar hueco a la necesidad de pagar las facturas. Esteban Vicente, Inés Zalba y el tercer vértice ideológico del triángulo, José Luis García, Fillu, zarparon hacia las Baleares primero y recalaron finalmente en Lanzarote: su atractivo velero pronto se convirtió por accidente en un poderoso reclamo turístico y en sólida fuente de ingresos durante casi 20 años. Hoy, el sobrino de Esteban, Rodrigo de la Serna, es la cabeza visible de una organización sin ánimo de lucro (Fundación Barco Escuela Atyla) que organiza viajes a bordo y dedica las donaciones a un fondo de becas para personas sin recursos.
Pero en algún momento, Esteban Vicente empezó a desengancharse anímicamente de su sueño: necesitaba otro. Y echaba en falta las montañas. Acudió a los Picos de Europa, al área de Liébana y rebuscó hasta dar con un terreno frente al imponente espolón del Jiso. Allí diseñó y construyó una casa de madera que los mejores ebanistas no serían capaces de imaginar. “Tenía mucha inteligencia espacial y un don para trabajar la madera, algo que ni los carpinteros tienen. Era un artista. Esta inteligencia espacial también le servía en las paredes, porque para escalar no solo hay que ser fuerte sino inteligente en los espacios físicos. Suplía técnica con inteligencia”, apunta Darío Rodríguez.
Mamen Vicente explica que su hermano recordaba perfectamente el día que sintió el primer síntoma de su enfermedad: “Caminando por una ruta de montaña llegó a un puente que se había caído y solo conservaba la estructura metálica. Se puso a pasar por ahí haciendo equilibrio, de pie, y de pronto sintió que le daban vértigos, y acabo pasándolo a horcajadas. Es una enfermedad muy dura porque el que la sufre camina como un borracho. Y eso da pie a habladurías. Vicente sufría ataxia cerebelosa, una atrofia del cerebelo: lo primero que empieza a fallar es el habla y el caminar. La enfermedad fue evolucionando poco a poco y siguió con su vida, pero Esteban empezó a andar con las piernas más abiertas para mejorar su equilibrio, y empezó a costarle hablar”. Darío Rodríguez ilustra la pelea de su amigo: “Era tan bestia que tuvo asustada a la enfermedad hasta el final”. Mamen ha cuidado de su hermano los últimos 12 años, testigo de una pelea a cara de perro pero sin estridencias: “No quiso asumir que no iba a mejorar. Peleó como un loco, se daba paseos infinitos con el andador por la terraza, o pedaleaba en la bici estática. Pero no hablaba de lo que le ocurría, no le cambió el carácter. Era tan agradecido que no podía enfadarme con él: ¡si al menos hubiese sido un borde!”, aventura. Mamen conserva grabada una imagen de su hermano: tumbado en su silla sobre la terraza de madera, la sonrisa en los labios, la mirada girada hacia las montañas.
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