Primero el entrenador, ahora el masajista: el Athletic pesca en el entorno de Tadej Pogacar
Dos años después de contratar a Íñigo San Millán, el club bilbaíno ficha a Joseba Elguezabal, fisio personal del ciclista esloveno en los últimos siete años en el UAE


Ante el Guggenheim de Bilbao, en el escenario de la presentación de la salida del Tour de Francia de 2023, Tadej Pogacar, txapela en testa, no pudo menos que terminar unas palabras en inglés gritando “aupa Bilbao, aupa Athletic eta gora Eusskadi". La arenga se la había soplado, entre masaje y masaje, su fisio de confianza y amigo Joseba Elguezabal, vizcaíno de Gatika y muy del Athletic. El gesto le valió al crack esloveno que el Athletic le regalara una camiseta del equipo con su nombre y el dorsal 11; a Elguezabal, de 44 años y padre de un niño de tres, la recompensa le llegó esta semana, cuando el Athletic le fichó como masajista del primer equipo.
Es el segundo miembro del equipo de cuidadores que llega al club de San Mamés desde la llamada burbuja Pogacar, dos años después de la contratación del médico y entrenador personal del esloveno Íñigo San Millán. Sigue en cierta forma los pasos de otro masajista mítico del mundo del ciclismo, Marcelino Torrontegui, doctor en fisioterapia y la otra mitad de Tony Rominger, que dejó las bicis por el CD Málaga varios años.
Elguezabal –campesino, mal ciclista, boxeador, portero de discoteca y de hotel de lujo, socio del Madrid, pero, ante todo, fiel de la religión del Athletic— sentó la cabeza a los 27. Hizo un curso de masaje deportivo y trabajó en el Seguros Bilbao amateur, en el Caja Rural y con la selección española de ciclismo en tiempos de Javier Mínguez antes de entrar en el UAE en 2019, el año en el que Pogacar, tercero en la Vuelta a los 20 años, empezó a deslumbrar al mundo. Desde entonces eran inseparables. 200 días al año. Media hora al día de masaje con rap y reggaetón de música ambiental, y charlas y confesiones, muchas más de convivencia. Le lava y le mima el maillot amarillo o la maglia rosa, el arcoíris y cualquier maillot que deba vestir y le prende con imperdibles los dorsales. Le prepara el desayuno y le da charla. Y este Tour, después de darle de beber su primera botella recuperante y protegerle con su gran corpachón del acoso de cámara y periodistas en las llegadas de las etapas, trabajo extra por las noches con la rodilla derecha dolorida del esloveno tras la caída que sufrió estúpidamente en los últimos kilómetros de la undécima etapa, llegando a Toulouse. El pelotón le esperó, y él lo agradeció, pero corrió descompensado el resto del Tour, y más aún después de la etapa 16ª, en la que, aunque no ganó, batió el récord del ascenso al Mont Ventoux (54m 30s), pero en la meta, ya comentó que le molestaba mucho la rodilla quizás porque se había dado un golpe con el manillar en un momento de la etapa.
Dueño de una discreción más cercana casi al secreto de confesión sacerdotal que al secreto médico o abogadil, Elguezabal nunca dio la menor pista o indicación de que su ciclista tuviera problemas, una información que animaría al enemigo. El propio Pogacar, que empezó a correr con cierta prudencia en la etapa del Tourmalet para no sobrecargar muscularmente la pierna, pese a que en caliente el dolor no molestaba, para disimular elaboró y vendió la teoría del aburrimiento, del cansancio mental, de que su cabeza tenía unas ganas locas de acabar la carrera. Aun así, aún guardo fuerzas y deseos para dar espectáculo bajo la lluvia de Montmartre en un cara a cara salvaje con Wout van Aert. Y cuando terminó, con la cuarta copa del Tour en su vitrina, les dijo a los suyos: “He acabado muerto, pero más muertos están los demás”. Pero Elguezabal ya no estará más a su lado para escucharle y confortarle. Le toca ahora tocar otros músculos y otras cabezas en el San Mamés en el que tanto disfruta como aficionado.
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