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Último día de amarillo en los Alpes para Pogacar

El esloveno promete batalla y Vingegaard dice que por supuesto, que no espera menos del mejor ciclista del mundo

Tour de Francia
Tadej Pogacar al terminar la 11ª etapa del Tour de Francia este miércoles.Christian Hartman / POOL (EFE)
Carlos Arribas

El silencio del desayuno es para muchos, para casi todos los ciclistas que cubren sus necesidades comunicativas mirando la pantalla del móvil con cara de mínimo deseo, tan religioso como una misa, y más sagrado. No así para Tadej Pogacar, que entra riendo a las 8.30 y la cafetería del Ibis de Sallanches se alborota de alegría. Un tazón de frosties y cheerios, un bocadillo —media baguete, por lo menos— con jamón york, mantequilla, tortilla francesa y lonchas de queso sándwich, y charla con Marc Soler con voz tan alta, cantarina, que hasta se multiplica en la sala la luz que llega reflejada desde el Montblanc, ni una nube en su cresta, blanco, blanco. Hablan del tiempo, del calor, del día que espera, de lo que habla la gente. Un día más. Un día cualquiera.

Y se ríen más aún, casi a carcajadas, cuando se les acerca Mathieu van der Poel (su Alpecin está alojado en el mismo hotel), amable y presumido, y les dice: “Veo que no os habéis servido café. En el equipo tenemos una buena cafetera exprés. ¿Os apetece un expreso, un macchiato, un cappuccino, un latte?”. A Soler y a Pogacar, pelo recién cortado en los parietales, cresta desordenada en la cocorota, ideal para el casco y el calor, les da la risa y casi se atragantan, aunque logran controlarse lo suficiente para responder amablemente al neerlandés que no, que gracias, que no necesitan café expreso ni cappuccino. Y cuando desaparece Van der Poel, su última aparición junto al mejor del Tour antes de retirarse de la carrera, agotado tras un Giro sin descanso, vuelven a reírse con ganas.

Por la puerta abierta del hotel se ve el garaje, un laberinto de vehículos de ambos equipos. Por entre ellos avanza seguro Joseba Elgezabal, el masajista vasco de Pogacar. Lleva en la mano una percha de la que cuelgan, primorosamente estirados, un maillot amarillo y un culote negro con ribetes amarillos. Las prendas del campeón, que existen por separado aunque muchos, como el francés Romain Bardet, crean que no es así, que Pogacar lleva el amarillo pegado a la piel y no se lo puede quitar por mucho que lo intente. “Tadej usa todos los días las mismas prendas, también los mismos calcetines”, explica Elgezabal. “Y todas las tardes yo le lavo la ropa a mano en mi habitación”. El auxiliar avanza hasta el autobús del equipo y en su interior cuelga la percha. En un nada llegará Pogacar, y vestirá su ropa de trabajo. Amarillo siempre, claro. Como su carcajada y su estandarte, el mechón de pelo que como la aleta de un tiburón asoma por la rendija del casco.

Les espera el día más duro del Tour. Los golpes de los Jumbos desencadenados. La comedia deja paso a la épica.

Responde armado solo de su instinto y su deseo frente a las grandes maniobras colectivas del rival, y se ríe más aún en la bici camino del martirio del Granon. Cómo van estos Jumbos, parece decirle a la cámara con una carcajada, como una moto. Responde a todos los golpes hasta que no puede más. Hasta que en el mano a mano cede. No sabe correr a medias. A tope ataca. A tope muere. Elgezabal le espera en la meta, donde Vingegaard ya está hablando por teléfono con su novia, la mujer que, dice, lo es todo en su vida, y su hija, y pedaleando aún en su rodillo, lívido como un día sin sol, donde Bardet tira la bici y se sienta en el prado. Donde Pogacar se dobla sobre la bici. Intenta beber de una botella y, como si se le hubiera olvidado cómo se hace, sopla en vez de sorber. No puede más. Ha perdido el amarillo. Un pescadero danés ha conseguido al fin arrancárselo de la piel. Y no se lo cree. “Le he quitado el maillot amarillo al mejor ciclista del mundo, al ganador de los dos últimos Tours”, dice el danés, de 25 años. “Es algo impensable. Sé que hará todo lo posible para arrebatármelo, que me atacará todos los días, y yo haré todo lo que pueda para defenderlo. Será una gran batalla diaria. Es tan grande estar de amarillo que, aunque me lo quiten, estaré siempre orgulloso de haberlo vestido”.

El depuesto Pogacar, de 23 años, sube al podio aún. Le visten de blanco, mejor joven. Habla y ríe. “Me sentía superbien y por eso respondí a todos los ataques en el Galibier”, dice. “Pero, subiendo el Granon, cuando atacó Vingegaard, de repente me sentí vacío. Fue algo súbito, supongo que un problema de hipoglucemia. Él estaba muy fuerte y yo no podía más. No ha sido mi día, pero voy a seguir peleando. Me saca mucho tiempo, [2m 22s] pero será un gran duelo. He perdido tres minutos, quizás mañana saque dos, ¿quién sabe? Claro que puedo volver a estar de amarillo. Será un Tour muy bonito para verlo por la tele”.

Y el mechón rubio asoma ahora por un casco blanco. Todos los grandes campeones del Tour que han cedido un día, Merckx, Indurain, Hinault, ante un rival nuevo nunca han sido capaces de volver. Pogacar, que escribe alejandrinos épicos trufados de chistes, a lo Shakespeare, tiene por delante un desafío único. Llegará, seguro, sonriente al desayuno antes de pensar en las 21 curvas del Alpe d’Huez después de la Croix de Fer, en el corazón de los gigantes, los Alpes.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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