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Roglic gana su cuarta Vuelta e iguala a Heras como el ciclista con más títulos de la historia de la carrera

Küng triunfa en la contrarreloj. O’Connor y Mas completan el podio liderado con autoridad por el esloveno

Roglic festeja su cuarta victoria de la Vuelta a España tras la crono.
Roglic festeja su cuarta victoria de la Vuelta a España tras la crono.Isabel Infantes (REUTERS)
Jordi Quixano

A primera hora de la mañana, las calles de Madrid ya estaban cortadas y un ramillete tras otro de ciclistas pasaba veloz por el trazado entre las vallas, un reconocimiento a lo que estaba por llegar: la última etapa, la segunda contrarreloj, el final de la Vuelta. Las Tablas, Sanchinarro, Chamartín, Castellana, Chueca… de barrio a barrio, 26,4 kilómetros como colofón. Agrio para Carapaz, que vociferó a los cuatro vientos que venía para ganar y se quedó con las ganas, cuarto. Revitalizador para Enric Mas, que mostró su versión más atildada, soberbio en las subidas, tercero a la postre. Dulce para O’Connor, que defendió con bravura aunque sin éxito el maillot rojo, pero que se estrena en el podio en una grande, segundo. Y glorioso para Roglic, que impuso su ley para empatar con la historia, la que hasta ahora marcaba Roberto Heras con cuatro triunfos (2000, 2003, 2004 y 2005). Es el final del cuento, el que dictó una vez más el esloveno, el gran campeón de 2019, 2020, 2021 y 2024.

La historia comenzó en tierras lusas, desde el Monasterio de los Jerónimos de Lisboa, entonces una contrarreloj como ceremonia de apertura. Por ahí todo eran sonrisas, ambiciones, por más que se señalara sin disimulo a Roglic como el gran favorito. Aunque lo suyo le costó al esloveno, mermado por una fractura en la vértebra, coger el hilo a la carrera, por más que en la primera montaña, en el Pico Villuercas, se llevara la prueba del algodón.

Ben O’Connor se rebeló a los mandamases en la jornada seis, una etapa que picaba hacia arriba y que le valió para descomponer el orden establecido; él, Toro Sentado, el gran jefe sioux, y los demás a rebufo, que suden si me quieren quitar la corona. En eso se aplicaron Roglic y Mas por encima del resto, mordisco a mordisco, pedalada a pedalada, ascensión a ascensión. De los riscos de Cazorla a Granada, de Padrón a Manzaneda, un goteo incesante que también reveló la sorpresa de la Vuelta, un Pablo Castrillo que conquistó dos cimas y dos etapas, ninguna tan literaria como Cuitu Negru, con la bruma apoderándose del verde paisaje.

Otro que se significó, como suele, fue Marc Soler, el más combativo del certamen, el que entiende el ciclismo desde las fugas, siempre a su bola, al abordaje, y al fin elevado a los altares tras su esforzado triunfo en Lagos de Covadonga, donde la belleza infinita refulgía alrededor de las bicicletas.

Por el camino, los sprinters también reclamaron su cuota de protagonismo, primero Groves y después, adelantamiento por la derecha, un Van Aert que en 10 etapas sumó tres laureles, insultante dominio, el Hulk de la bici que solo un tortazo contra la cuneta le sacó de la carrera y le arrebató dos maillots de una tacada: el de lunares y el verde. La gran pérdida de la Vuelta, aunque ganancia para que Groves recuperara el jersey de la regularidad y Vine le usurpara el de la montaña a su compañero de equipo Soler en la penúltima parada. Aunque como conjunto ninguno mejor que el Kern Pharma, pues a Castrillo se le unió Berrade en Maeztu —¡vaya papel para ser una escuadra de segunda división!—, una historia tan bella como inesperada.

La clave de Moncalvillo

El relato que sí se suponía lo impulsó de nuevo Roglic en Ancares —a pesar de que lo hiciera con alguna jugarreta, como ponerse a estela del coche 54 segundos, maniobra que la comisión de jueces sancionó con 20 segundos— y lo selló en el Alto de Moncalvillo, esa montaña que ya tiene su nombre y apellido porque ahí también cimentó su triunfo de la Vuelta de 2020. Salió entonces con el rojo en el pecho y ya no se lo quitó en las dos últimas etapas. Capaz de aguantar todas las embestidas en el Picón Blanco y, orgulloso él, también en una crono en la que ya se sabía que saldría campeón. Si no contra las manecillas del reloj —que le faltó poco, segundo— seguro que en la general.

Se barajaban varios nombres para la crono, especialistas que pedían paso como Affini, Vacek, McNulty... Pero las piernas estaban cargadas tras tantas montañas y esfuerzos, y el que les negó la mayor, el que dijo esta es la mía, fue Küng, una bala por las calles de Madrid, algo más de 55 km/h, una exhalación sobre ruedas. Por detrás le siguió Catteneo, también furioso su ritmo, suficiente para subirse al tercer cajón de la etapa. El segundo, claro, fue de Roglic, que antes de salir, cuando a la cuenta atrás para su salida le quedaban 10 segundos, se santiguó. Pero no necesitaba ayuda de nadie divino, acaso de sus piernas, porque por más que Küng explicara que era intocable, el más rápido, el más fuerte, Roglic firmó su triunfo con autoridad, algo más de dos minutos y medio a O’Connor en la general y algo más de tres a Mas.

Fue la etapa de Küng; fue la jornada para otros que con la crono autografiaban el epílogo a su carrera, como De Gent (Lotto) —3º en el Giro de 2012—, como el estajanovista Gesink (Visma), como el batallador Maté y como el fenómeno —dos segundos puestos en el Giro (2013 y 2014) y otro en el Tour (2017)— que debió abandonar la carrera antes de tiempo por una fractura en la cadera. Pero fue, sobre todo, el día de Roglic, el campeón, el mejor.

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