Una etapa de lluvia, caídas y pinchazos provocados
Piccolo, del EF, nuevo líder después de que los tiempos se tomaran a nueve kilómetros de la meta, en la que ganó Kron
Ciclismo de salón, de conciliábulo de autobús. Y de sabotajes infantiles que pueden llegar a ser criminales, con clavos en las ruedas —”para matarnos”, confiesa Juan Ayuso—, y bidones de aceite preparados para arrojarlos a la carretera, aunque se los podrían haber ahorrado los alborotadores porque el asfalto recién mojado patina como una pista de hielo. Llueve en Barcelona como no lo había hecho en meses y los tubulares resbalan sin control en un suelo altamente peligroso.
Protocolos climatológicos que deciden los líderes, aunque los organizadores salven la cara diciendo que han llegado a un acuerdo entre todos, pero, apostilla Javier Guillén, el director, que, “los corredores son los que siempre han llevado la voz cantante”. Pues eso. Pedro Delgado recuerda el Gavia de 1988, los ciclistas que lloraban congelados en las cunetas, los que se orinaban en las manos para entrar en calor. Y sonríe. Ya no pasan esas cosas.
Así que llega a la meta el ganador de la etapa, Andreas Kron, pero como los tiempos se tomaron nueve kilómetros antes, el líder in pectore, Andrea Piccolo repite la jugada de Pérez Francés en el Tour de 1965, que con una vuelta de ventaja, y casi en el mismo lugar, ascendiendo camino de Montjuic, se acopló a la parte trasera del pelotón para ganar la etapa. El italiano lo hace para vestirse de rojo.
La carrera empieza antes de la carrera, cuando Vingegaard, investido del poder que otorgan dos triunfos en el Tour, se acerca en su bicicleta al autobús del Movistar, donde es bienvenido, a charlar con Enric Mas. Entre ellos, y los demás líderes, acuerdan que algo hay que hacer, y si los organizadores proponen tomar los tiempos en la cima de Montjuic, unos metros después del Tiro Pichón, los ciclistas quieren ir un paso más allá, y al final, ante las amenazas, deciden parar el reloj a nueve kilómetros de la llegada.
Por eso se da la extraña circunstancia de que Piccolo y Javier Romo, que siguen escapados porque detrás se va a tirones, aprovechan cuando se cae Roglic, y Vingegaard, su compañero, se pone delante y ordena parar. Y esos segundos en los que nadie sabe qué hacer en el pelotón, y algunos ciclistas secundan al recién revelado tirano danés, son suficientes como para que todavía mantengan 12 de ventaja cuando el cronómetro se para en la plaza de España. Por eso el ciclista del Education First se viste de rojo, aunque no lo sabe hasta unos minutos después. Porque ha sido una etapa extraña, fuera de cualquier norma habitual; con pinchazos provocados a falta de cien kilómetros para la llegada, y caídas, muchas caídas, entre ellas la del primer líder, Lorenzo Minali, que era el más joven en la cabeza de la Vuelta desde que lo consiguió Indurain, y que llegó a la meta con el jersey rojo desgarrado.
Después entran los favoritos de la carrera, que no quieren correr riesgos y han presionado a los organizadores. Ellos son los que dan espectáculo, aducen, y quedan muchas etapas. Pero en Arinsal, a 1.800 metros de altitud, en una llegada inédita en la Vuelta, no tendrán piedad de los demás. Llegan sin rasguños Vingegaard, Mas, Roglic, Evenepoel o Thomas, a la primera gran etapa de montaña de la carrera. Ya no habrá concesiones de los organizadores, advierte Guillén. Los ciclistas que pretendan vestirse de rojo en Madrid tendrán que empezar a medirse unos a otros. Después de dos días accidentados en una gran urbe como Barcelona, la batalla sale a campo abierto. Posiblemente lloverá, y hará frío a esas alturas, pero esta vez no habrá excusas. Salvo error u omisión.
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