Sergio Llull, el héroe soñado
El nada es imposible se ha convertido en sus manos en algo tangible, alcanzable
Los objetivos, ilusiones o anhelos, primero los soñamos, luego los buscamos, y a veces incluso los alcanzamos. Quién no ha disfrutado, sobre todo de joven, de visitas a ese espacio imaginado donde dejas a un lado tu condición humana, tan limitada, para convertirte en un héroe deportivo. Con solo cerrar los ojos eres capaz de regatear a cuatro jugadores en un palmo de terreno para lanzar y encestar desde nueve metros mientras suena la bocina, el público se vuelve loco coreando tu nombre y los medios de comunicación se quedan sin adjetivos, todos rendidos a tu enorme talento.
Para que esta experiencia tan recomendable, estimulante y en ocasiones premonitoria, sea de categoría cinco estrellas se necesita un buen avatar, un jugador de referencia, alguien capaz de haber trasladado con anterioridad esas fantasías al mundo real. Pues bien, me cuesta encontrar un deportista que represente mejor el modelo de héroe soñado que Sergio Llull. Su muestrario de elementos que han servido para alimentar ilusiones de futuras generaciones no admite parangón. El nada es imposible, exitoso eslogan marquetiniano, en manos de Llull se ha convertido en algo posible, tangible, alcanzable.
Desde su llegada a Madrid con 19 años, pronto quedó muy claro que estábamos ante un jugador de esos que no suelen llamar a la puerta para entrar, sino que se inclinan más por derribarla. Por encima de sus cualidades técnicas, todavía en vías de desarrollo, sobresalía un indisimulado desparpajo, cualidad muy conveniente para sobrevivir en la jungla competitiva. Ese descaro le abrió rápidamente las puertas de la selección en 2009, cuando había llegado como invitado. En pocas semanas, la fe de Scariolo en aquel jovenzuelo que en la pista no respetaba las jerarquías llegó a provocar un pequeño conflicto cuando en el Europeo de aquel año y en un partido crucial ante Turquía, decidió que el último tiro lo realizara (y errara) Llull, lo que provocó una queja pública (luego aclarada) por parte de Marc Gasol, algo inaudito en aquel grupo tan cohesionado.
A partir de entonces, se hizo imprescindible tanto en su club como en los veranos de selección. Títulos y medallas fueron llenando sus vitrinas y en todas dejó su impronta gracias a un despliegue físico portentoso, energía ilimitada, determinación y eficacia. Esto ya hubiese sido suficiente para merecer un lugar destacado en la historia, pero es que Llull contaba con un plus, pues aderezaba su deslumbrante carrera con un número de instantes inolvidables a los que sólo puedes tener acceso cuando alcanzas un nivel de confianza en tus capacidades rayano en la inconsciencia.
Ahora bien, siendo difícil resistir la atracción que produce su capacidad para protagonizar grandes momentos, sería un error limitar tamaño personaje a una serie de acciones que han desafiado la lógica, tanto en la elección como en la ejecución. El récord de partidos de Euroliga que va a superar, unido a otros ya logrados, habla de una extraordinaria longevidad deportiva, que no se alcanza solo con talento o chispazos, sino que necesita constancia en el esfuerzo, capacidad de superación, entereza ante la adversidad y toneladas de ilusión entre otras virtudes. Llull es el mejor artificiero de la historia del baloncesto español, una bomba siempre a punto de estallar, una fuerza de la naturaleza unida a una cabeza que no conoce límites, pero los efectos de su juego no se limitan, ni mucho menos, a unos cuantos highlights.
Ahora que su carrera escribe sus últimos capítulos, no resulta descabellado pensar que Llull nos tenga preparada alguna traca final. Llegue o no, su legado ya es eterno porque siempre habrá alguien que le imagine como su héroe soñado.
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