El club de los ciclistas kamikazes
“A mí Contador me gusta más cuando pierde que cuando gana. Porque cuando pierde hace cosas muy interesantes”, decía hace años Ander Izagirre


El chico que soñaba ser Gianni Bugno (Libros de Ruta), un tremendo homenaje al ciclismo y a los niños que crecimos con Perico y nos hicimos adultos con Indurain, el periodista Guille Ortiz recuerda un etapón de la Vuelta a España, 5 de mayo de 1992, en el que se homenajeó al Tour: se subieron los puertos de Portillon, el Peyresourde, el Aspin, el Tourmalet y Luz Ardiden. El homenaje quedó regular: hubo un frío espantoso, la niebla impidió que el helicóptero de la retransmisión volara y las imágenes eran defectuosas. Lo peor, recuerda Ortiz, es que “acostumbrados a ver todos esos puertos llenos de franceses animando como locos, las imágenes peladas y vacías de público solo ahondaban en la sensación de decadencia que transmitía la Vuelta”.
La etapa, que ganó Laudelino Cubino, se recuerda también por el impresionante marcaje a los líderes. Tanto, que Javier Mínguez le dijo a Jesús Montoya: “Tú, pegado a Perico, que la va a querer liar. No quiero que te separes de él ni un segundo. ¡Si él se para, tú te paras también!”. El marcaje llegó al extremo de que Delgado, en mitad del Tourmalet, puso pie en tierra mirando a Montoya con los ojos como platos. El pupilo de Mínguez no sabía qué hacer hasta que el propio coche de su equipo le pegó seis gritos: ¡Pero qué haces, tira para adelante!”.
Hay una respuesta fantástica de Mikel Landa a Carlos Arribas en este periódico: “Podemos decir que el ciclismo es un deporte literario. Durante años se cuentan historias y batallas que han pasado, hazañas, desgracias. Más que victorias. Al final, las victorias son números, pero cómo se han conseguido o qué ha pasado, es otra cosa. En una carrera hay cosas que interesan más y que llenan más que las victorias y que le llegan a la gente”. Y al hilo de ella recordé otra respuesta, esta del periodista Ander Izagirre, cuando le preguntaron hace años en la revista Vice por Alberto Contador. “A mí Contador me gusta más cuando pierde que cuando gana. Porque cuando pierde hace cosas muy interesantes. Hace ataques locos desde muy lejos, a veces le salen bien. La Vuelta a España la ganó con un ataque a la desesperada en una etapa de la que nadie esperaba nada especial. Yo le agradezco estas cosas”.
Ese club, el club de los ciclistas kamikazes, lo preside Fausto Coppi desde que un día, el 10 de junio de 1949, atacó casi al empezar una etapa monstruosa del Giro. Cuatro puertos gigantes: la Maddalena, Vars, Izoard y Montgenèvre. Coppi atacó cuando faltaban 192 kilómetros. Sufrió “un arrebato de grandeza”, escribió el propio Izagirre en su ya clásico Plomo en los bolsillos (Libros del KO). Ese día las programaciones de radio en Italia se interrumpieron para ir contando aquella locura. “Un uomo solo al comando, la sua maglia é rosa… ¡é Fausto Coppi!”. Fueron siete horas y media encima de la bicicleta él solo. Siempre me sobrecogió esta imagen, la de los piamonteses que tras escuchar por la radio la hazaña que se estaba gestando, salieron de sus casas para subir las montañas y ver el espectáculo de ese héroe ya definitivamente moderno que tumbaba uno a uno, en soledad, los puertos que se le ponían delante.
Muy cerca, también en el Piamonte, donde nació, Coppi murió once años después, a los 41, después de enfermar de malaria en Burkina Faso. Seguía en activo, ni siquiera se había retirado aún. Su muerte provocó tal conmoción en Italia que se multiplicaron las teorías; una de ellas llegó a ser investigada por la Fiscalía en 2002 a raíz de unas declaraciones de un dirigente olímpico: Coppi habría muerto envenenado en una suerte de vendetta por la muerte de un ciclista africano.
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